viernes, 8 de febrero de 2013

El dolor, una pedagogía - I


             Un álamo solitario en la llanura infinita es un es­pectáculo. Asomó a la vida tímidamente, casi por ca­sualidad, acunado por los vientos. Los temporales gol­pearon sin piedad su frágil melena; y, para no su­cumbir, sus raíces se hundieron a fondo, adhiriéndose firmemente al suelo arcilloso. Y así el álamo adquirió tal consistencia que hoy no hay huracán que pueda doblegarlo. Y ahí lo ven gallardo sobre la meseta.
            En un brillante despliegue de paradojas, Pablo nos transmite la dialéctica cristiana de fuerza-debilidad: es en la debilidad humana donde se injerta, prende y con­trasta la fuerza de Dios. El que quiera vivir, tiene que morir. Para transformarse en una espiga dorada, el grano de trigo necesita descomponerse y ser sepultado en el seno de la tierra. La fuerza nace, pues, de la debili­dad, la vida de la muerte, la consolación de la desola­ción, la madurez de las pruebas.

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            El que no ha sufrido se parece a una caña de bambú:  no tiene meollo, no sabe nada. Un gran sufrimiento es como una tempestad que devasta y arrasa una amplia comarca; una vez que pasó la prueba, el paisaje luce lleno de calma y serenidad.
            Una gran tribulación hace crecer al hombre en ma­durez y sabiduría más que cinco años de crecimiento normal. Cuántas veces se oye este comentario: “¡ Cómo ha cambiado fulano!, ¡cuánto ha madurado!; es que le ha tocado sufrir mucho”.
            Cuando todo navega viento en popa, cuando no hay dificultades ni espinas, el hombre se cierra y se atorni­lla sobre sí mismo. Sus propios éxitos son como altas murallas que lo encierran, como en una cárcel, en sí mismo.       Atrapado entre sus torres, propietario de sí mis­mo, ofuscado por el resplandor de su imagen, ¿quién lo librará de la esclavitud? Sólo una sacudida telúrica. Y a Dios no le queda otro camino de liberación que el de enviar al hombre una gran tribulación para despertarlo, destruir sus castillos y sacarlo del Egipto de sí mismo.
            Cuando la enfermedad o la tribulación se enroscan a la cintura del hombre, éste posa sus pies en el suelo, comprende que todo es un sueño, vuelan las ficciones, se destiñen los atavíos artificiales, se deshace la espuma y el hombre se encuentra desnudo sobre el suelo de la objetividad. Es el capítulo primero de la sabiduría. Sin sufrimiento no hay sabiduría.
            Lo que sucede es lo siguiente: cuando la tribulación cae sorpresivamente sobre el hombre y lo envuelve como una noche, el hombre no ve nada. Es muy difícil, en ese momento, disponer de una mirada de fe, porque el hombre no ve más que la perversidad humana y las causas inmediatas. Pero cuando se toma cierta distancia, se abre la perspectiva y el hombre extiende una mirada larga, la mirada de la fe, en ese momento el hombre comienza a comprender que lo que sucedió fue una pedagogía de Dios y, en el fondo, una predilec­ción liberadora.
            Si el lector se detiene un momento y vuelve la mira­da hacia atrás en su vida y reflexiona un poco, descu­brirá que ciertos acontecimientos dolorosos que, en su tiempo los consideró tremendas desgracias, hoy, a la vuelta de diez años, han resultado ser hechos providen­ciales que le han traído bendición, desprendimiento de sí mismo y sabiduría.

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