La semana pasada de camino al trabajo, mientras esperaba cruzar una calle, a una señora de edad madura se le cayeron unas monedas en la acera. Seis personas se agacharon para recobrárselas. Un hombre en un elegante traje azul marino buscó a tientas un penique que le logró entregar. La única persona que no la ayudó fui yo, y eso fue porque estaba sosteniendo mi bicicleta.
En vez de eso, dije al grupo que lo que yo acababa de presenciar me hacía sentir feliz de ser londinense. Todo el mundo tenía prisa por llegar al trabajo. No obstante, todo el mundo, instintivamente, hizo una pausa para hacerle bien a una extraña que había perdido menos de una libra esterlina en dinero menudo. Los buenos samaritanos me miraron con recelo. Ser bondadoso es una cosa; hablar con extraños es algo muy diferente. Tan pronto como cambiaron las luces se apresuraron a sus oficinas en la City de Londres. Yo me apresuré a la mía.
Cuando llegué me dirigí directamente a mi escritorio, pasando a varios colegas enfrascados en sus pantallas, algunos de los cuales llevaban audífonos. No saludé a ninguno. Eché la taza de té sucia en el fregadero comunal y tomé una tasa limpia de la dispensa. Me senté, miré mis correos electrónicos y decidí no contestar ninguno. Me fui a la cantina, compré un pastelito grasoso que me comí en el escritorio, desparramando migajas a mi alrededor.
Ésta es mi rutina de todas las mañanas en la oficina; no me habría sorprendido si algunos de los samaritanos estuvieran haciendo algo parecido en las suyas. El comportamiento de los empleados en las oficinas no es nada agradable. Somos mucho más considerados con perfectos extraños en la calle que con nuestros colegas en la oficina. En el trabajo no le hacemos caso a la gente, apestamos su espacio con nuestros almuerzos y llegamos tarde a las reuniones. Hablamos en alta voz cuando otros están tratando de trabajar o los distraemos con susurros cuando no queremos que nadie nos escuche.
Los expertos en gestión denominan este comportamiento como “incivilidad en el lugar de trabajo”, que definen como “comportamiento desviado de baja intensidad” que no intenta dañar a su objetivo, pero lo hace de todas maneras. Yo no me propuse ser incivil con mis colegas al no saludarlos o no prestar atención a sus correos electrónicos. Esto es simplemente en lo que se ha convertido la vida de oficina.
Las investigaciones sugieren que este tipo de rudeza se ha generalizado y hace verdadero daño. Provoca que la gente odie su trabajo, nos vuelve menos creativos y más estresados. Tal vez (aunque tengo mis dudas) nos vuelva más propensos a sufrir infartos.
No es inmediatamente obvio por qué las oficinas se están volviendo menos civiles. La naturaleza humana no ha cambiado mucho. En mi experiencia cuando algo grande va verdaderamente mal en la oficina, la gente es en realidad muy atenta. Pero seis cosas han cambiado que pueden habernos vuelto más groseros cuando se trata de pequeñeces.
El primero es el correo electrónico. Ya que hay más correos de los que podemos contestar, hemos aprendido a no hacerlo o a enviar respuestas bruscas de una sola palabra; ambas son reacciones groseras. Y habiendo dominado el arte de ignorar a los correos electrónicos ahora estamos aprendiendo a ignorar todo lo que no queremos hacer. Contestar el teléfono en el trabajo se está convirtiendo en algo opcional, lo cual es descortés no sólo con la persona al otro lado de la línea sino con los colegas sometidos al interminable timbre.
La segunda incitación a la incivilidad es el teléfono inteligente, que nos ha convencido que dar la impresión de escuchar cuando alguien habla (hasta ahora un pilar de los buenos modales) ya no es necesario. Este mes estuve en una conferencia donde no sólo tres cuartos del público (yo incluida) estaban mirando sus celulares, sino que la mitad de las personas en el panel tuiteaban o "whatsappeaban" mientras que el hombre detrás del atril hablaba monótonamente.
Las oficinas abiertas también fueron hechas para causar la incivilidad. Ahora que hemos sido llevados en manada a espacios públicos, lo que hubiera estado bien en oficinas privadas (comer ruidosamente, hablar por teléfono en alta voz, etcétera) ya no es aceptable. Gracias a las oficinas abiertas, tenemos el invento de oficina más descortés de todos: los audífonos. Éstos proclaman a gritos: Aquí estoy, pero preferiría no estarlo.
Los “escritorios compartidos” y las horas flexibles han empeorado las cosas aún más. Cuando no te sientas con la misma gente todos los días y ni siquiera conoces a la persona que está a tu lado, no hay incentivo para ser particularmente agradable ya que no los vas a ver mañana.
Probablemente peor que todo esto es el culto de estar ocupado, el cual ha hecho que la rudeza sea no sólo aceptable sino admirable. Si es admirable estar ocupado, entonces es bueno hacer que la gente espere, bueno llegar tarde a las reuniones y bueno estar tan preocupados que ya no vemos a las personas en el pasillo.
Todo esto es fundamental, y no está claro cómo recobrar la civilidad.
Una forma (que es en sí ruda) es tomar videos en secreto de la gente que se porta mal y enviárselos, o compartirlos más ampliamente. Casi cualquiera es decente en realidad. A pocas personas les gusta considerarse rudas. Un video de 10 segundos de alguien ignorando a un colega como si estuviera muerto o comiendo de manera asquerosa podría tener un efecto agradablemente correctivo.
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martes, 28 de junio de 2016
Por qué somos más groseros en la oficina que en la calle
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