El enfado es una emoción que seduce nuestro monólogo interior, que nos secuestra en pensamiento, palabra y acción. Un arma defensiva que, mal utilizada, puede volverse en nuestra contra y hacer verdadero daño si la dejamos crecer.
No nos gusta pero, sin embargo, hemos podido comprobar en multitud de ocasiones que no podemos evitarlo. Esto es, sin duda, porque esta es una herramienta natural de nuestra evolución para hacer frente a las injusticias que percibimos.
El hecho de que un niño reclame con potencia e insistencia que su
hermano le ha quitado un juguete
es, en esencia, una manera de hacer valer sus intereses y de evitar que se menoscabe su integridad. El problema de esta emoción llegará si el niño no sale de su protesta y no puede gestionar un avance.
O sea que si nos quedamos anclados en que “nos han quitado el juguete”, rápidamente nuestro sistema fisiológico y cognitivo se verá atrapado en una espiral de sentimientos y pensamientos negativos que no permiten
el avance.
La idea de vulnerabilidad que se esconde tras el enfado
No nos gusta mostrar enfado en público, pues entendemos que implica una condena de nuestras cualidades personales y emocionales. Nos da miedo expresarlo, por lo que tendemos a mostrarlo solo en nuestra casa, acompañados de aquellas personas que nos conocen y que, por lo tanto, cabe esperar que no nos juzguen por ello.
Esta emoción, injustamente tratada, está mal vista por nuestra sociedad. Sin embargo, como hemos destacado aquí en multitud de ocasiones, manifestarla nos ofrece información sobre lo que nos incomoda, dándonos la opción de examinarnos y de buscar el equilibrio.
Hay una razón principal por la que castigamos la expresión del enfado, esta es que confundimos la ira o la expresión desmedida y descontrolada de nuestra molestia. O sea que equiparamos el hecho de explotar y ponernos a gritar con fruncir el ceño cuando algo incomoda.
Pero realmente podemos decir que el enfado no es equivalente a la ira, sino que esta última responde a la mala gestión de aquello que nos enfada y nos atormenta. Hacemos una playa de un grano de arena por no deshacernos de este a tiempo. Ahí
es cuando se arma el lío.
¿Por qué? Porque convertimos hechos aislados en el foco continuo de nuestra atención, impidiéndonos a nosotros mismos deshacer una bola de nieve emocional que rueda y rueda logrando hacerse cada vez más y más grande.
Comprensión y expresión, los primeros pasos del enfriamiento
Cuando nos hacemos conscientes de nuestros sentimientos y emociones logramos dar un paso más para manejarlos y transformarlos en útiles y no en dañinos. Digamos que pisamos el freno cuando expresamos, pues liberamos gran parte de la carga afectiva que promueve la llegada de estados de ánimo negativos y potencialmente amenazantes para nuestro equilibrio.
Volver al ejemplo del enfado del niño por el robo del juguete nos ayuda a valorar cómo es normal y adaptativo promover la igualdad por medio de la protesta y de la petición de que se restaure la libertad violada.
Pero como hemos dicho, una vez que el enfado surge ante la amenaza física o psíquica, es importante que operativicemos esos sentimientos y emociones que han nacido en nosotros. De
lo contrario nos veremos dominados por pensamientos y acciones que
solo fomentan el malestar sin preocuparse de resolverlo.
Nuestro cerebro emocional
Cuando percibimos a través de los sentidos que se ha cometido una injusticia o agravio respecto a nuestra persona o algo que es de interés personal, nuestro sistema límbico recibe un chispazo que pone en marcha la maquinaria.
En otras palabras, se activa el sistema nervioso y, con él, nuestro cuerpo
y nuestra mente se “encienden” para dar paso a la acción. Por su parte,
el neocórtex se encarga de calcular
y dar paso a una reacción más o menos ajustada a la situación.
Así, la descarga límbica supone la liberación de catecolaminas, lo que nos ayuda a reaccionar de manera decidida y rápida. Si la activación
es alta, podemos parecer fuego, nuestras mejillas pueden calentarse.
Por otra parte, la activación de la rama adrenocortical fomenta una activación prolongada que nos predispone a la acción durante más tiempo. Esta hipersensibilidad logra dominar nuestra mente, la cual tiende a alimentarse con el menú de los pensamientos negativos en espiral.
O sea que cualquier pequeño roce nos hará saltar, construyendo enfado tras enfado e incapacitándonos cognitivamente cada vez más, pues no lograremos razonar de manera adecuada, lo que nos llevará a infravalorar pensamientos que frenarían la escalada.
La distancia emocional
Como vemos, la clave para gestionar el enfado de manera correcta está en aplacar la excitación. Esto se consigue de dos maneras:
* Tomando distancia física y emocional de la situación para evitar que la descarga de adrenalina nos domine
y se alimente a través de la irritabilidad reinante.
* Frenando nuestro monólogo interno. Es decir, distraernos y no dar validez a los pensamientos que dominan nuestra mente.
Es esto lo que nos hace afirmar que el enfado es una emoción que seduce nuestro diálogo interior, promoviendo argumentos “más que convincentes” de que aquello que nos ha enfadado es el origen de todo mal.
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domingo, 19 de junio de 2016
El enfado, una emoción que seduce nuestro monólogo interior
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