Davos, Suiza, Enero
de 1999 - Después de un día extenuante en el World Economic Forum, recibo un
recado en mi hotel. Lord Menuhin -quien también está en Davos para una serie de
conferencias- desea conversar conmigo. Mi primera reacción es de incredulidad: "¿Lord
Menuhin? ¿El más importante músico erudito de este siglo? Tal vez me confunda
con otra persona."
Devuelvo el llamado,
y el propio Menuhin atiende el teléfono. Me invita a ir a su concierto; al
final, me muestra un libro mío que le había sido entregado por su secretaria
(para mi sorpresa, no era El Alquimista), y que había despertado su curiosidad
por mi trabajo.
En los tres días que
siguieron -hasta el final del Forum- tengo el raro privilegio de conversar,
almorzar, convivir con él. Discutimos un proyecto importante para fines de
1999, con el objetivo de entrar al próximo milenio con esperanza, pero también
con plena conciencia de los errores del pasado.
Menos de un mes
después tuvo lugar el concierto en Berlín, el fulminante ataque al corazón, y
la muerte de este joven de ochenta y tres años, cuyo violín Einstein tuvo el
privilegio de escuchar, y que fue el primer judío que tocó en la Alemania de la
posguerra, porque entendió que la única salida para el mundo era tratar de
superar las heridas con alegría y entusiasmo. Lord Menuhin será recordado no
sólo como uno de los más grandes músicos de la humanidad, sino también como
alguien profundamente comprometido con el ser humano, la justicia social, la
dignidad que tanto necesitan las personas que hoy quieren controlar nuestro
destino.
En uno de estos
almuerzos en Davos, Lord Menuhin me colocó frente a frente con un brillante
científico francés y una (no tan brillante) terapeuta americana. El científico
era un ateo convencido, lo que provocó una discusión apasionada acerca de la
existencia de Dios -la cual Menuhin, un hombre religioso, presenciaba con una
sonrisa. Al final, cuando se serenaron los ánimos, Lord Menuhin habló de la
necesidad de luchar siempre contra las injusticias, pero también siempre manteniendo
el respeto por las opiniones contrarias. Y todos escuchamos esta deliciosa
historia judaica:
"Cuando estaba
en su lecho de muerte, Jacobo llamó a Sara, su mujer:
- Querida Sara,
quiero hacer mi testamento. Voy a dejarle a mi primogénito Abraham la mitad de
mi herencia. Al final de cuentas, él es un hombre de fé.
- ¡No lo hagas,
Jacobo! Abraham no necesita de tanto dinero, ya tiene su empleo, su compañía, y
asimismo tiene fé en nuestra religión. Dejala para Isaac, que está viviendo
muchos conflictos existenciales acerca de la realidad de Dios, y que todavía no
tiene nada en la vida.
- Está bien, se la
dejaré a Isaac. Y Abraham se quedará con mis acciones.
- ¡Ya te dije, mi
adorado Jacobo, que Abraham no necesita nada! Yo me quedo con las acciones, y
podré ser de ayuda para cualquiera de nuestros hijos, si algun día lo
necesitaran.
- Tienes razón, Sara.
Hablemos entonces de nuestras propiedades en Israel. Considero que debo
dejárselas a Deborah.
- ¿Deborah? Pero has
enloquecido, Jacobo. Ella ya tiene propiedades en Israel, ¿quieres que se
transforme en una mujer de negocios, y termine arruinando su matrimonio? ¡Creo
que nuestra hija Michele es la que necesita más ayuda!
Jacobo, haciendo
acopio de sus últimas energías, se levantó, indignado:
- Mi querida Sarah,
tú has sido una excelente esposa, una excelente madre, y sé que quieres lo
mejor para cada uno de sus hijos. ¡Pero por favor, respeta mis puntos de vista!
Al final de cuentas, ¿quién es que se está muriendo? ¿Tú o yo?
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