Al concebir su famoso
fresco "La última cena", Leonardo da Vinci se encontró con una gran
dificultad: necesitaba pintar el Bien -en la imagen de Jesús- y el Mal -en la
figura de Judas. Decidió salir a buscar por Milán los modelos que representaran
a ambos.
Cierto día, mientras asistía
a un coro, vió en uno de los jovencitos la imagen ideal de Cristo. Le invitó a
su atelier, y reprodujo sus rasgos en estudios y bocetos. Antes que el joven se
fuera, le mostró la idea del fresco, y lo elogió por representar tan bien el
rostro de Jesús.
Pasaron tres años. La
"Santa Cena", que adornaba una de las iglesias más conocidas de la
ciudad, estaba casi lista -pero Da Vinci todavía no había encontrado el modelo
ideal para Judas.
El cardenal,
responsable de la iglesia, comenzó a presionar a Da Vinci, y a exigirle que
terminara pronto su trabajo.
Después de muchos
días de buscar, el pintor encontró un joven prematuramente envejecido,
desarrapado, borracho, tirado en una alcantarilla. Con dificultad, pidió a sus
asistentes que lo llevaran a la iglesia, pues ya no le quedaba tiempo para
hacer esbozos.
El mendigo fue
cargado hasta allí, sin entender muy bien lo que estaba pasando: los asistentes
lo mantuvieron de pie, mientras Da Vinci reproducía los rasgos de la impiedad,
del pecado, del egoísmo, tan bien delineados en ese rostro.
Cuando terminó el
trabajo, el mendigo -ya un poco repuesto de su resaca- abrió los ojos y vio el
fresco frente a él. Y dijo, con una mezcla de espanto y tristeza:
- ¡Yo ya ví este
cuadro antes!
- ¿Cuándo? -preguntó
sorprendido Da Vinci.
- Tres años atrás,
antes de perder todo lo que tenía. En la época en que yo cantaba en un coro, y
el artista me invitó a posar como modelo para el rostro de Jesús.
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