George jamás olvidó el símbolo de los «cuatro dedos en lugar de cinco». Fue para él el símbolo de la
esperanza. Y siempre que se desanimaba a causa de su carencia, utilizaba el símbolo como factor de
automotivación. Ello se convirtió para él en una forma de autosugestión. Repetía a menudo: «Cuatro
dedos en lugar de cinco». Y, en momentos de necesidad, la expresión surgía de su subconciente y
afloraba a su conciencia.
Descubrió, además, que su madre tenía razón. Pudo afrontar la vida y superarse
con el uso de los cuatro sentidos que tenía.
Sin embargo, la historia de George Campbell no acaba aquí.
En pleno curso de escuela secundaria inferior, el muchacho cayó enfermo y tuvo que ingresar en el hos-
pital. Durante su convalecencia, su padre le facilitó la información de que la ciencia había desarrollado un
tratamiento para las cataratas congénitas. Como es natural, cabía la posibilidad de un fracaso, pero... las
posibilidades de éxito superaban con mucho a las del fracaso.
George deseaba tanto poder ver, que estaba dispuesto a correr el riesgo.
En el transcurso de los seis meses siguientes, fue sometido a cuatro delicadas operaciones
quirúrgicas... dos en cada ojo. Se pasó varios días en una habitación de hospital medio a oscuras, con
vendas en los ojos.
Al final llegó el día en que iban a retirarle las vendas. Poco a poco y con cuidado el médico fue
desenrollando la venda de gasa que rodeaba la cabeza y cubría los ojos de George. Había sólo una luz
borrosa. George Campbell estaba todavía técnicamente ciego!
Por un terrible momento, permaneció tendido, pensando. Y entonces cyó al médico moviéndose junto a la
cama.
Le estaban colocando algo sobre los ojos. «¿Puedes ver ahora?», preguntó el médico.
George levantó ligeramente la cabeza de la almohada. La luz borrosa se convirtió en color y el color en una
forma, una figura.
« ¡George ! », dijo una voz. Reconoció la voz. Era la de su madre.
Por primera vez en sus dieciocho años de vida, George Campbell veía a su madre. Tenía los ojos cansados,
un rostro arrugado de sesenta y dos años y unas manos nudosas y deformadas. Pero para George era
extraordinariamente herniosa.
Para él... era un ángel. Los años de esfuerzo y paciencia, los años de enseñanza y esperanzas, los años de
ser «los ojos» a través de los que él veía, el amor y el afecto: eso fue lo que George vio.
Aún hoy sigue recordando con cariño su primera imagen visual: la contemplación de su madre. Y, como
usted verá, aquella primera experiencia le hizo valorar el sentido de la vista.
«Ninguno de nosotros puede comprender el milagro de la vista -dice-, a menos que haya tenido que
apañárselas sin ella.»
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