lunes, 4 de mayo de 2015

La inteligencia emocional aplicada a la vida

Los romanos le llamaban motus anima esto es, el espíritu que nos mueve. Sabían mucho de la vida los pensadores del imperio más grande de la historia, pues muchísimos años después de su poderío, unos humanos que con sus logros se han posado hasta en Marte, consideran tema trascendente de sus sociedades el aprender de manera imperiosa todo lo posible acerca de los espíritus que nos mueven.
La emoción en nuestro devenir ha estado presente siempre. Pero si hoy es materia obligada, se lo debemos a Daniel Goleman, quien allá por el año 1995 publicó el libro Emotional Intelligence. Estos 20 años transcurridos consiguieron que no exista saber humano intocado por sus conceptos. Si usted, apreciado lector, ingresa a Google, que es el Oráculo moderno y escribe el concepto, 13 millones de páginas web le hablarán de ella. Un candidato a doctorado en el País Vasco -que hacía una tesis con respecto a educación y emoción- me aseguró que buscado el nombre en todas las lenguas de la web, la suma alcanzaba a cerca de 200 millones. Desde esa cifra, entonces, no existe humano que pueda presumir de ser un erudito en ella.
¿Qué entender por inteligencia emocional? Me gusta el concepto de José Antonio Marina -filósofo español- "la capacidad para dirigir bien el comportamiento, resolver con eficacia los problemas vitales, afectivos o profesionales, elegir las metas adecuadas y encaminar la actividad hacia su realización. Es, por tanto, eminentemente práctica y encaminada a la acción”.
Desde lo escaso de mi conocimiento, yo agregaría que es "lograr que nuestros torrentes grises -espíritu- guíen a nuestros torrentes rojos -carácter-”. Pienso así porque este último es química pura y el primero es energía vital. Comento adicionalmente que la vida gobernada por el carácter es casi siempre trágica.
Regresemos al hilo conductor de este artículo. La existencia sin comprender a cabalidad nuestras emociones es una cuesta arriba; es más, hoy todos aceptan que careciendo de ella, a poco se puede aspirar. ¿Es cierto ello? En el aula a menudo relato la saga de -llamémoslo- Borja.
Lo conocí en los años imborrables de la infancia. Llegaba a las fiestas, junto a su hermano; lo recibíamos con afecto porque lo sentíamos y, además, por mandato parental. Eran huérfanos de madre y hasta donde recuerdo, el papá no estaba cerca de ellos. Los criaba una tía solterona. Lo que sí sabíamos todos era que estábamos ante una lumbrera.
Educado en un colegio católico, fue excelencia de cada una de las materias desde el jardín de infantes hasta el día de su graduación como bachiller. Entiendo que cuando recibió su diploma, los religiosos aquellos, tan afectos a laureles y loas, tuvieron que prestarle un pecho, pues las medallas que le colgaron no cabían en el propio.
Por ello fue triste sorpresa la tarde aquella cuando lo encontré en una calle del mundo. Desdentado, maloliente, hastiado, no era precisamente la representación esperada de un sujeto que entre otras muchas cosas, habíase "llevado de taquito” la beca más importante que existía en la Bolivia de hace 50 años. Después de compartir un café con él y escuchar la narración de los sucesos de su vida, concluí que si algo jamás tuvo, fue "inteligencia emocional” y esa condicionante lo arrastró por su particular vía crucis.
Describo esa corta historia, pero así como brota de los recónditos lugares de mi memoria, surgen cientos de otras, iguales, peores; dolorosas todas, pero didácticas en extremo. Parafraseo entonces a Enrique Rojas, el brillante psiquiatra español afincado en Nueva York: "Llega más lejos el hombre emocionalmente apto, que el intelectual supradotado, pero falto de ella”.
¿Cómo aplico a mi vida la inteligencia emocional? Hasta hace muy poco, no sabíamos medir el "coeficiente emocional”. Sin embargo, 15 años atrás, un investigador hindú, cuyo nombre se fue en este minuto de mi memoria, construyó el primer método confiable. Desde ese momento, las áreas de capital humano de las organizaciones del primer mundo tienden a conocer el CE de sus activos. Por si acaso los seres humanos no son recursos, sino capital generador de riqueza incalculable.
Infinitas son las recomendaciones y teorías enunciadas por psicólogos, psiquiatras, filósofos, gurús, consultores, asesores con respecto a cómo procesar la inteligencia emocional. Mi anhelo, sin embargo, transita por la simplicidad de que apenas si, los seres humanos pasen del comprenderlas, al usarlas habitualmente en cada uno de los actos que hagan a su desarrollo personal.
¿Qué herramientas aprender a utilizar para ser un ser emocionalmente apto? Empeñémonos en conocer aquellas que nos fortalecen y ejercitemos aquellas que no están junto nuestro cuando las necesitamos. Conectemos con nuestra fuerza interior, sin temor y sin claudicar.
Con las emociones que actúan como plataformas de despegue generemos vínculos cotidianos, constantes, coherentes. No pregonemos nuestra honradez, porque ello no es virtud, sino apenas deber. Por el contrario caminemos con la energía de la honestidad.
Apasionémonos con la creatividad, con la innovación, con la investigación. Busquemos nuestras propias respuestas pues eso nos lleva a la autenticidad; huyamos de las frases repetidas, pues ellas sólo nos hacen aparecer como tenedores de caretas, que siempre terminan perdiendo el color.
Cuando creemos, confiamos y construimos desde nuestra propia energía, miles de sucesos inexplicables suceden.

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