jueves, 19 de noviembre de 2015

Cómo fortalecer la resiliencia en los niños

Resiliencia es la capacidad de sobreponerse a las situaciones traumáticas y de adaptarse con flexibilidad a las adversidades a través del desarrollo de las propias fortalezas que tiene todo ser humano. De hecho, muchas de las circunstancias y vivencias que percibimos como negativas pueden convertirse en aprendizajes que necesitaremos en el futuro para superar situaciones aún más complicadas haciendo uso de nuestra experiencia y actitud positiva.

Ejemplos de personas resilientes los tenemos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Desde los que han sobrevivido a graves catástrofes hasta aquellos que han vivido la barbarie de guerras terribles y lo han perdido todo. Pero, ¿por qué, ante circunstancias adversas parecidas, unas personas reaccionan sanamente e incluso salen fortalecidas y otras no?

En primer lugar hay que afirmar que la resiliencia no se trata de un rasgo genético, sino más bien de una capacidad innata que tiene todo individuo, y que después podrá o no desarrollar. Este proceso dinámico, de pasar de la potencialidad a acto la cualidad de resiliencia, no se improvisa. No obstante, los primeros años de vida son los que pueden favorecer o entorpecer esta capacidad resiliente.

En primer lugar, debemos partir del hecho indiscutible de que no podemos evitar todas las deficiencias durante el desarrollo del niño, ya que éstas son manifestaciones del mundo imperfecto en el que vivimos. Los padres que pretenden que el hijo nunca sufra están provocando, sin quererlo, que de mayor no sepa afrontar los conflictos de la vida cotidiana.

Por otra parte, el establecimiento de vínculos sanos favorecerá un “yo fuerte” que posibilite soportar los vaivenes de la vida. De aquí la importancia, por ejemplo, de que el niño se sienta querido por lo que es y no por lo que tiene o consigue. Según el pediatra inglés Donald W. Winnico los vínculos “suficientemente buenos” son aquellos que se cimientan en la propia esencia del sujeto y no en su apariencia y, además, no ahogan el desarrollo del individuo, sino que favorecen el crecimiento de las capacidades de cada persona.

En palabras del psicoanalista inglés John Bowlby sería constituir un “apego seguro” entre el niño y sus progenitores. Y esto lo realizan, no con ansiedad ni tampoco con indiferencia, sino con un estilo próximo, pero al mismo tiempo dejando que el niño tome conciencia de sus propias limitaciones. El psiquiatra francés Boris Cyrulnik Cyrulnik señala cuatro tipos de estilos de familia que, a su vez, dan lugar al establecimiento de cuatro vínculos afectivos; y concluye con que “un niño impregnado de un vínculo protector tiene un pronóstico de desarrollo mejor y una mejor resiliencia, ya que, en caso de desgracia habrá adquirido un comportamiento de seducción capaz de transformar a los adultos en base de seguridad”. Por el contrario, los niños con vínculos afectivos de evitación, de tipo ambivalente o desorganizado mantienen a distancia a los responsables que estarían dispuestos a ocuparse de ellos.

Siempre puede ocurrir que en algún momento de la vida la aptitud resiliente del individuo falle y aparezcan síntomas como una forma de demostrar la incapacidad personal para superar la crisis.

Es entonces cuando surge la necesidad de una ayuda externa que trabaje en tres frentes para conseguir el equilibrio perdido. En primer lugar, toda situación de crisis lo que precisa es un reforzamiento del vínculo con la familia, amigos o compañeros, ya que un vínculo sano es un salvoconducto para superar cualquier dificultad.

Además, en la situación de crisis habrá que reconstruir y potenciar las posibilidades del individuo a través de un tratamiento psicoterapéutico que le ayude a recuperar la estabilidad perdida. Por último, no podemos olvidar los síntomas, que es lo que, en muchos casos, más afecta al paciente. En este aspecto, podemos utilizar la terapéutica farmacológica sabiendo que es un instrumento necesario, pero no excluyente de otros tratamientos psicoterapéuticos.

Todo esto nos lleva que toda crisis, aunque sea un peligro de ruptura, es también una oportunidad que posibilita el desarrollo de nuestras propias capacidades. Por esto afirmamos que durante las crisis también podemos crecer, como el niño pequeño, que tras un proceso febril (por estimulación de la hormona de crecimiento) siente que sus pantalones le quedan cortos, o que ya no precisa de la silla para alcanzar la caja de galletas de chocolate que está en la estantería del armario. Ha crecido con la enfermedad, con la crisis.

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