domingo, 2 de junio de 2013

El dolor de los demás

Hay algo de irreal, de distópico, en las escenas que ocurren en una sala de emergencias. Nadie quiere ir a parar a esa sala, sobre todo si estás en un país ajeno y explicar la especificidad de tu dolencia en un idioma extranjero constituye, si no un obstáculo real, un desafío inoportuno.

Mi madre y mi tía estaban de visita y nuestra cocina parecía una feria gastronómica. Cuando uno vive lejos, los sabores patrios se cargan de una afectividad extra. El locro no es locro, sino el caldo espeso del amor y la infancia; el masaco no es masaco, sino la nostalgia amasada, triturada, molida en el tacucingo que, humilde y calladito, viajó miles de kilómetros. En fin, esas semanas de visita comíamos al borde peligroso de la gula. Y la gula le pasó factura a la salud de mi madre. Tuvimos, pues, que acudir al famoso y justificadamente temido ER.

Nos registraron en la lista de espera y, luego de una valoración inicial a cargo de un médico idéntico a Will Smith en El príncipe del rap –misma hiperkinesis, misma sonrisa y buena onda-, nos dispusimos a aguardar nuestro turno en las butacas eternas de la sala de espera. La palabra ‘paciente’ recuperaba su verdadera etimología a medida que las horas pasaban. El diccionario dice que esta palabra viene del latín ‘patiens’ que significa ‘sufrido’, así en participio, en situación pasiva, expectante y resignada. En fin…

En algún momento, lamenté no haber llevado un libro que hiciera más llevadero el elástico infinito del tiempo, mientras mi madre, ahora más tranquila, especulaba con mi tía sobre los posibles diagnósticos que los doctores gringos irían a anunciarle a ella, y a los que como ella estaban allí traicionados por sus cuerpos. Justamente, obligada a encontrar en el entorno inmediato un elemento de distracción, comencé yo también a inferir de qué se trataba el dolor de los demás.

Pacientes y familiares, al fin y al cabo allí, entre todos constituíamos la sumatoria de cuerpos vulnerables, cuerpos necesitados de la piedad del Estado. Nuestros nombres o procedencias se subordinaban a la realidad concreta y democrática de la enfermedad o el accidente. Pensé en mi hermano que está haciendo sus prácticas en un hospital público y comprendí las connotaciones de lo que mis padres me cuentan de él: “ha madurado, vieras cómo”. Y es que si mirás con sincera atención y empatía el dolor de los demás, de algún modo se vuelve también tu dolor.

Un hombre, seguramente un veterano de alguna de las últimas guerras, lloraba sin recatos en su silla de ruedas. Sus sollozos hacían que las prótesis metálicas que sustituían sus canillas chocaran produciendo un tin-tin discreto y, sin embargo, estremecedor. Su mujer le ofreció una sábana, no supimos si para abrigarlo del frío aséptico o para cubrir sus prótesis de la curiosidad incómoda de una niñita rubia de unos cinco años que acompañaba a un gigante postrado en la última fila.

Al rato llegó a la sala un tipo joven -veinticinco o treinta años-, un ‘redneck’, pensé, dejándome llevar por la salida fácil del prejuicio. Traía, en efecto, el aspecto de un sureño sucio, la nuca colorada, el pelo desteñido de tanto trabajar bajo el Sol. El sujeto se retorcía en su silla, presa de terribles espasmos musculares. Drogas, Párkinson, algo neurológico que le quitaba la juventud a dentelladas lo convertía en esa especie de criatura impúdicamente poseída. Nadie acompañaba a ese ser convulso, que a pesar de todo había tenido la lucidez suficiente para buscar una sala de emergencias. A mi tía se le partió el corazón de pena y me pidió que le enseñara básicamente cómo se preguntaba en inglés: “¿quéres que te alcance una sábana?” (a esas alturas, pacientes y familiares estábamos ensabanados como una horda de fantasmas para tolerar las bajísimas temperaturas del aire acondicionado).

Iríamos –los sanos- por la sexta tacita de café de máquina, cuando el gigante apoltronado en una de las últimas butacas pegó un grito brutal. Quizás atravesaba una apendicitis, cómo saberlo. Lo cierto es que la niñita rubia que lo acompañaba –su hija, supusimos- se quitó de inmediato la chamarrita que la cubría. No, no era abrigar a su padre lo que intentaba, sino dejar al descubierto una polera expresamente grabada para este tipo de ocasiones. Traduciendo: “Me llamo Amber Jonas y mi padre está en el pabellón C”. Cuando se llevaron al gigante hacia lo que vislumbramos eran las entrañas platinadas de la clínica, una voluntaria de la universidad a la que está vinculado ese hospital se hizo cargo de la niña. Entonces supimos que no era la primera vez que padre e hija caían en el ER ante la avanzada cruel de un cáncer de riñón. Aquel Or-Grund era el único pariente de la choquita y le había hecho imprimir esa polera por si él caía en la inconsciencia en lugares menos seguros que un ER.

Cuando casi despuntaba el nuevo Sol por fin nos llamaron. El despliegue de la tecnología médica me hizo pensar en terminales espaciales y en el Dr. House, pero esas impresiones y esa experiencia van para otra crónica. Lo importante es que a partir de aquella larga noche en el ER el viaje de mi madre y mi tía cobró un nuevo tono y una distinta intensidad. Se convirtió, quizás, en el verdadero viaje. Nuestra travesía por los pueblitos del sur, la contemplación del oleaje hipnótico del mar, la sensación de intemporalidad por las aceitadas carreteras y la feliz asfixia ante el verde conmovedor de las colinas de robles ahora coexistían con la imagen de los enfermos, de los “padecientes”, de los pobres y solitarios de Estados Unidos que esa noche se habían dado cita en el ER para recordarnos el lado frágil y desesperado del país que ahora me acoge



Giovanna Rivero
La autora. Escritora cruceña que actualmente radica en Estados Unidos. Sus relatos forman parte de importantes antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el Premio de Cuento Franz Tamayo en 2005 y la beca Fulbright en 2006

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