domingo, 3 de febrero de 2013

Varón de dolores - III


En segundo lugar, Jesús moría en plena juventud, y la muerte le segaba todos los lazos amables de la vida: no poder disfrutar más de la luz del sol, de la primave­ra, de la amistad, del afecto de las gentes, de la gratitud de los humildes; no poder soñar, amar y ser amado; no poder hacer felices a los demás ni disfrutar del trato de los familiares y discípulos... Todo queda cercenado; y eso, para un hombre vital como Jesús, es particularmente sensible. Era la Gran Despedida; como si dijera: me voy, y ustedes no pueden “venir” conmigo.
            En tercer lugar, y mirando hacia atrás y evaluando sus años de misionero de la paz, le resultaba difícil descartar la impresión de fracaso, tanto en la Galilea, salvo en los primeros tiempos, como en la Samaria, como, sobre todo, en la Judea. Las muchedumbres, veleidosas como de costumbre, desertaron. La clase gobernante e intelectual, salvo contadas excepciones, lo calificaron de transgresor de la ley, blasfemo y peligroso para la seguridad nacional; y juzgaron que debía ser expulsado de la vida.
            De los discípulos comprometidos con él con lazos de una larga convivencia, uno lo traicionó, otro lo renegó, y “todos”, en una confusa desbandada, “abandonándo­lo, huyeron” (Mc 14,50). Irónicamente, su muerte hizo que se reconciliaran, para confabular en un mismo complot, los grupos antagónicos que nunca se sientan a una misma mesa: los gobernantes y el pueblo, Roma e Israel, Pilato y Herodes, el Procurador y el Pontífice. Jesús bebió otro amargo trago, probablemente el más amargo de la experiencia humana: la sonrisa despec­tiva y el sarcasmo de los vencedores (Lc 23,35).
            Hay otro rasgo que agrega una dosis especial de aci­dez a su muerte: a Juan lo mató Herodes, y ello permi­tía considerar su muerte como un martirio. A Jesús lo mataron los representantes de Dios. Juan muere por una apuesta absurda y frívola. Jesús es juzgado por blasfemo, condenado como tal y ejecutado. In situ, en las circunstancias históricas en las que ocurrió el he­cho, no hay por donde encontrar un resquicio por el que se le pueda dar a Jesús una aureola de mártir o de héroe. Fue, simplemente, ejecutado ignominiosamente.
            De por sí, el morir es el acto más solitario de la vida. Es la soledad misma. Pero si ese trance está rodeado de afecto, si el ajusticiamiento injusto y la ejecución del profeta están envueltos en una cálida solidaridad de los partidarios y discípulos, en ese caso la soledad del ajus­ticiado puede quedar parcialmente aliviada. Pero en el caso de Jesús no hubo tal solidaridad, sino hostilidad e indiferencia.
            De los que presenciaban aquel desenlace, un puñado lloraba sin poder aliviar nada, muchos estaban satisfe­chos y contentos, y la inmensa mayoría, indiferentes. Hoy día, esa noticia habría aparecido en unas pocas líneas, perdida en las páginas interiores de los periódi­cos. En líneas generales, podríamos decir que aquello no interesó mayormente a los habitantes de Jerusalén. Símbolo de esa indiferencia eran sus propios discípu­los, dormidos tranquilamente en el Olivar mientras el Maestro se debatía en una trágica agonía. ¡Cómo no sentir náusea!
            Las circunstancias descritas nos dan el derecho para concluir que la Pasión y Muerte tuvieron carácter de colapso, de holocausto: el derrumbamiento integral de una persona y su proyecto. Jesús fue, pues, verdaderamente varón de dolores.
            Ahora haría falta una larga disquisición para consi­derar la serenidad con que Jesús afrontó este colapso, los intereses salvíficos de Dios en este acontecimiento y la apertura y disponibilidad con las que el Siervo asu­mió la voluntad de Dios. Pero esto no entra en nuestro propósito.

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