viernes, 1 de febrero de 2013

Varón de dolores - I


A pesar de que los Evangelios, como lo acabamos de ver, nos presentan a Jesús y su mensaje como una fiesta de alegría, como un concierto de flauta en medio de la plaza (Mt 11,16-18), nos lo presentan también como un hombre acosado, agredido y marcado a fuego por el sufrimiento, de tal manera que se vieron obligados a justificar teológicamente esa figura doliente (1 Pe 1,21).

            Mucho más: en la imagen de un Jesús traspasado por el dolor, la Escritura llegó a contemplar el símbolo de la Humanidad Doliente (Heb 12,2).
            Hay en los Evangelios vislumbres fugaces por los que concluimos o sospechamos que Jesús estaba familiarizado con el sufrimiento, cosa que no cabría deducir por los sucesos narrados. Por ciertos detalles, atisba­mos que Jesús posee aquel conocimiento sobre el dolor que sólo el dolor puede dar. De ahí, sin duda, emerge esa tremenda sensibilidad que posee ante el sufrimien­to ajeno; y sólo el que ha padecido mucho tiene la ca­pacidad de compadecer, capacidad que es notable en Jesús.
            Aquel día unos helenos provenientes de la Diáspora manifestaron un vivo interés por conocer a Jesús. Feli­pe y Andrés notificaron a Jesús este deseo. Y, mientras les hablaba, desde no se sabe qué regiones, como en un paréntesis, le ascendió a Jesús una profunda turbación: “¡Ay, me siento agitado, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta Hora. Pero... ¡si para esto he venido! Padre, glori­fica tu Nombre” (Jn 12,27). Vislumbramos en este abrupto paréntesis cualquier drama, una especie de desdoblamiento de personalidad, un combate soterra­do entre el querer y el sentir...
            En aquella “conmoción” hasta el sollozo y las lágri­mas (Jn 11,35) presentimos el drama interior de un hombre cuyos lazos de amistad (con Lázaro) han sido desgarrados sin piedad por la muerte.
Igualmente en aquel “estremecimiento” ante la viu­da que había perdido al hijo único: ahí se percibe como un romperse de fibras muy sensibles cuando, con gran ternura, dice a la viuda: “No llores” (Lc 7,12). Sólo un hombre que ha sufrido mucho puede compadecerse de esa manera.

* * *

            Un día estaba Jesús en la sinagoga; y había allí un hombre que sufría parálisis de un brazo. Marcos, en una tensa escena, dice significativamente —lo que denota que la hostilidad era ya irrevocable— que los le­trados y jefes “estaban al acecho a ver si le curaba en sábado, para poder acusarlo” (Mc  3,2). En una acti­tud de desafío, no exenta de indignación, dijo Jesús primero al enfermo: “levántate”; y luego lanzó a sus contrarios esta pregunta: “¿es lícito salvar una vida en sábado?” Ellos callaron. “Entonces, mirándolos con ira y dolorido por la dureza de su corazón”, dijo al paralíti­co: “extiende el brazo”; lo extendió, y quedó curado. “En cuanto salieron los fariseos se confabularon con los herodianos en contra de él para tramar cómo eliminar­lo” (Mc 3,6).
            Son las primeras escenas de un drama que acabará en un holocausto. Y vemos también aquí los primeros compases de la apertura de Jesús al misterio del Dolor, que lo transformarán en un “conocedor de quebran­tos”, según la expresión de Isaías.
            La escena que nos describen Marcos (6,1-6) y Lucas (4,14-30), dramática también, marca otro hito en el descenso de Jesús en las aguas del dolor, y señala, por otra parte, su alejamiento, desengañado, de “su tierra” de Nazaret. La escena apunta también claramente el hecho de que fue su destino de profeta y misionero de la misericordia el que le abrió la ruta hacia el interior del dolor.
            El episodio es el siguiente: después de pasar un tiempo junto a Juan y de bautizarse, y luego de un lar­go retiro en el desierto, Jesús regresó a Nazaret. El sábado habló en la sinagoga. Sus propios paisanos no podían creer lo que estaban escuchando, y “se escanda­lizaban a causa de él”. Entristecido, Jesús contraatacó: no hay nada que hacer: “Un profeta, sólo en su tierra, entre su parentela y en su propia casa carece dc presti­gio” (Mc 6,4). Y la frustración da una nota más alta: “Y no pudo hacer allí ningún milagro” (6,5). Y el dia­pasón, finalmente, hizo sonar el tono más agudo: “Se asombró de su falta de fe” (6,6). Percibimos en este “asombro” un contenido tenso y denso de desengaño, dolor retenido y ciertos destellos de desesperanza. Pero no acaba aquí la narración. Nos dice Lucas que, a cierta altura de la escena, Jesús golpeó replican­do y recordando que en tiempo de Elías y Eliseo fue­ron dejados de lado los hijos de Israel y la “salvación” fue entregada a los hijos de Siria y de Sidón. Oyendo esto; los nazaretanos de la sinagoga “se llenaron de ira, y levantándose lo arrojaron fuera de la ciudad; y lo lle­varon a una altura escarpada del monte para despeñarlo” (Lc 4,25-28).
            Sobran comentarios. Es un texto desusadamente fuerte y significativo. Parece el preludio de aquella narración de Juan: “Tomaron a Jesús, y él, cargando con su cruz, salió hacia un lugar llamado Calvario, donde lo crucificaron” (Jn 19,17). Es, sin duda, el dolor más do­loroso: sentirse mensajero ¿e una novedad, mensaje de salvación y amor, y, al entregarlo, y por entregarlo, re­cibir la incomprensión, el rechazo, la persecución y la ejecución.

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