lunes, 4 de febrero de 2013

Sufrir y redimir


Morir con Cristo

            Después de decirnos que Cristo “estuvo circundado de fragilidad” (Heb 5,2), agrega la Carta a los Hebreos que (Cristo), sufriendo, “aprendió a obedecer” (Heb 5,8). Llama la atención esa expresión obedecer. Hay militantes ateos, aun hoy día, que asumen la tortura y la muerte con una actitud estoica, llamemos pasiva o fatalista, sin inmutarse.
            Pero el término obedecer introduce un matiz distinto:  viene a indicar que Cristo asumió el dolor de una manera personal, activa, como una ofrenda consciente y voluntaria, dando así a su sufrimiento un significado y un vuelo de apertura hacia el hombre universal.
            Y así, “por haber sufrido, puede ayudar a los que sufren” (Heb 2,18). Como radios que desde la superfi­cie convergen en el centro de la esfera, los padecimien­tos de cada día hacen que Cristo y el hombre se junten y se encuentren en el centro del círculo: el dolor. Her­manados en el dolor.
            Y por pertenecer a la entraña misma de la familia humana, Jesús tiene voz y autoridad para convocar a todos los desgarrados por la tribulación, para ofrecerles una copa de alivio y descanso (Mt 11,28).

* * *

            Después de “contemplar al que traspasaron” (Jn 19,27), los testigos no aciertan a comprender el sufri­miento humano si no es a través del prisma del dolor de Jesús. El que sufre en la fe, sufre en Cristo. Más aún, es Jesús mismo el que sufre y muere de nuevo.
    Pedro, en su Primera Carta, dirigiéndose probable­mente a los cristianos del Asia Menor, les viene a decir: me han informado que un fuego extraño ha prendido entre vosotros, y que la tribulación se enrosca, como serpiente, a vuestra cintura. Esto no os debe extrañar, porque es normal que así suceda. Más aún, os invito a dar rienda suelta a la alegría “porque estáis participan­do de los sufrimientos de Cristo” (1 Pe 4,13).
            Y escribiendo a los “santos de Colosas”, Pablo les pregunta: “Una vez que habéis muerto con Cristo” (Col 2,20), ¿qué sentido tiene continuar amarrados con las cadenas de la ley?

            Corinto era, en los días de Pablo, una ciudad moder­na y floreciente, centro comercial y nudo de comunicaciones. Allí Pablo fundó una comunidad que presto llegó a tener una existencia fecunda y, más de una vez, agitada. Pronto se hicieron presentes allí lobos temibles y falsos apóstoles, que estuvieron a punto de hacer naufragar la nave de la comunidad.
            Con ocasión de estos desórdenes, Pablo vivió una larga agonía. Desde Efeso escribe a los corintios su Segunda Carta, “presa de una gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas” (2 Cor 2,4). Es la carta magna de la desolación y consolación, en que en­contramos a Pablo profundamente abatido y, al mismo tiempo, profundamente consolado, porque la llama de la consolación brota siempre de la herida de la tribulación. Después de redactar esos tensos primeros capítu­los, Pablo nos entrega, con alto poder, esa magnífica expresión que sintetiza el espíritu de la Carta: “Lleva­mos por todas partes, grabado en nuestro cuerpo, el morir de Jesús” (2 Cor 4,10).
            Y en la misma Carta nos entrega también este vigo­roso texto: “Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor a Jesús” (2 Cor 4,8). El que sufre en la fe sufre, pues, con Cristo y como Cristo; más aún, participa del dolor y muerte de Jesús; mejor dicho, es Jesús mismo quien sigue sufriendo y murien­do, hermanado y hecho una misma unidad con los ago­nizantes, lisiados y traicionados.
            Envuelto en llamas y respirando amenazas, Saulo pi­dió autorización para cazar a los seguidores del Evangelio y, encadenados, devolverlos a Jerusalén para ser entregados al Sanedrín. Y mientras galopaba, una co­lumna de luz lo envolvió: “Saulo, Saulo; ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (He 9,4). Es, pues, Jesús mismo quien sigue sufriendo en el dolor del cristiano.

* * *

            Sobre su blanca piel cayó la calumnia como un pu­ñado de alquitrán, y su figura quedó desfigurada por largos años. Pero, en realidad, el desfigurado era Jesús mismo. Con flechas de todo calibre, disparadas por cazadores raquíticos, lo asaetearon sin compasión, deján­dolo malherido y llorando. Pero era Jesús mismo, zaherido por sus enemigos.
            Tras largos años de fidelidad, la esposa fue traiciona­da por su consorte, y el hermano por sus propios familiares, como Jesús lo fue por Judas. Mil avispas de in­comprensiones, malentendidos, comentarios desfavorables e interpretaciones antojadizas hicieron de su vida un triste tejido de espinas y lágrimas. ¿Qué otra cosa hicieron con Jesús los saduceos y los herodianos?
Los que son abatidos por la melancolía y la depre­sión participan de la agonía de Getsemaní. Como un castillo de naipes se les fue al suelo aquel proyecto tan acariciado y tuvieron que morder la fruta amarga del fracaso. Participaron del fracaso de Jesús.
            Los hermanos que fueron abandonados por sus pro­pios hermanos, los jóvenes que vieron rotas sus ilusiones, los creyentes que se debaten en la noche oscura de la fe, los que se sienten cansados de luchar y hastiados de vivir, los que están amenazados por una prematura muerte..., todos ellos participan de la muerte de Jesús.
            Se levantan cansados. No pueden dormir. Como un gusano, el carcinoma va corroyendo y deshaciendo sus huesos, mientras los amigos se alejan porque saben que se muere, y se muere de triple agonía: dolor, soledad y tristeza. El lecho o el carrito de ruedas es la morada eterna del minusválido. Y esas jaquecas que lo invali­dan por días enteros. Y lleva en las entrañas una fiera que le clava la garra, pero nadie descubre la naturaleza de la enfermedad; y el temor, como oscura nube, cubre su cielo... En suma, ¡ la enfermedad con sus mil rostros! Es Cristo el que está postrado en cama, y sufre, y agoniza.
            Todo esto, sin embargo, puede sonar a vena literatu­ra. Si queremos que. estas consideraciones se tornen en real consolación, es imprescindible cumplir con una condición: vivirlo todo en la fe, uniéndose conscientemente al Cristo Doliente; asumirlo todo en el espíritu de Jesús; obedecer, en el sentido ya explicado: aceptar cada prueba de una manera consciente y voluntaria, con amor y significado.

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