domingo, 10 de febrero de 2013

Sufrir con los que sufren - I


Bajando de Jerusalén a Jericó, en el severo desnivel descendente y entre los cerros pelados del Desierto de Judá, yacía en el suelo un hombre asaltado y agredido por los ladrones. Casualmente caminaban también por la misma ruta gentes cualificadas; lo vieron, pero pasa­ron de largo. Acertó a pasar un samaritano, el cual se inclinó sobre el herido, lo recogió y lo atendió solíci­tamente.
            Frente a la teoría ¿quién es mi prójimo?, Jesús viene a responder: el amor no es una teoría, sino un movimiento del corazón y de los brazos: cualquiera que su­fre es mi prójimo.
            Es interesante y digno de destacar: sólo se compade­ce el que padece: un samaritano, un despreciado, en suma, uno que sufre. Sólo el que ha sufrido puede con­moverse, porque, de alguna manera, al presenciar el dolor revive su propio sufrimiento.
            Este es uno de los frutos positivos que produce el sufrimiento: la experiencia del dolor deja, en quien su­fre, una sensibilidad y apertura, una comprensión e in­clinación hacia los que sufren. Los más solidarios con los pobres son siempre los mismos pobres; cosa que puede comprobarse en un barrio obrero, en un sindica­to o en un campamento de refugiados.

            El que está familiarizado con el sufrimiento no podrá darse el lujo de pasar de largo. El que ha sufrido siente ante el dolor ajeno un movimiento del corazón: se con­mueve. Es impresionante el número de veces que el Evangelio constata que Jesús se compadeció (Mt 9,36; 14,14; Mc 1,41; Lc 7,13). Esta es la razón deductiva, que hemos apuntado más arriba, para sospechar que Jesús, contra todas las apariencias, estaba secretamente familiarizado con el sufrimiento, aun en los días de evangelización: era capaz de compadecer tanto porque había padecido mucho.
            La palabra precisa es ésta: misericordia: estremecimiento o sensibilización del corazón. Y de esto se trata: antes de mover los brazos, tiene que haber un movi­miento del corazón, una donación desinteresada del yo, una inclinación de todo el ser, como el del samaritano hacia los que sufren.
            Y ésta es una de las vigas maestras de la antropología cristiana, expresada magistralmente por el Concilio Va­ticano II cuando dice que el cristiano “no puede en­contrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes 24).
            Muchas veces, los que sufren saben que no está en nuestras manos el solucionar sus males. Pero siempre desean y esperan que nos sientan con ellos. Es obvio que, cuando las posibilidades estén abiertas, los brazos serán movidos por el corazón para recoger al herido, vendarlo, cargar con él a hombros y pagar por él, sin preguntar por su identidad.

* * *

            Hoy día toda la actividad humana está organizada técnicamente. El cristiano actual no debe conformarse tan sólo con recoger al herido y vendar sus llagas. La actividad benéfica del samaritano moderno deberá rea­lizarse a través de movimientos y organizaciones. De esta manera, el cristiano puede asumir tareas más am­plias, que exigen cooperación y el uso de medios técnicos.
            Es necesario despertar en los hombres y en los pue­blos, principalmente con los medios de comunicación social, un sentido dinámico de responsabilidad y solida­ridad, creando una nueva sensibilidad para defender los derechos de los pobres y marginados, para impulsarlos hacia una promoción social respetando su dignidad personal, enseñándoles a ayudarse a sí mismos.
            Hoy día el buen samaritano debe luchar por la instau­ración de un orden justo, en que sean respetados los derechos humanos, satisfechas las aspiraciones legítimas y garantizada la libertad personal, buscando así un orden nuevo y el desarrollo integral del hombre: un orden en que las familias encuentren posibilidades de educar a sus hijos, se promueva resueltamente la igual­dad real de la mujer y se produzca, en fin, un gran movimiento de solidaridad, el gran “paso” del egoísmo al amor.
            El samaritano moderno debe ayudar a los margina­dos a liberarlos de su desconfianza, inhibición y pasivi­dad, para hacerlos capaces de ser autores de su propio progreso (cf La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio, Medellín 1968).

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