jueves, 7 de febrero de 2013

Redimir con Cristo - III


Se me dirá que esto es incomprensible, no tiene lógi­ca, es absurdo. Así será. Ciertamente, si miramos los hechos a través de un cuadro normal de valores, todo esto atenta contra el sentido común. Pero después de lo que sucedió en el Calvario, después de que Dios extrajo de la muerte la vida y del fracaso el triunfo, todas las lógicas humanas se fueron a pique, subieron y bajaron las escalas de valores, se hundieron para siempre los cálculos de probabilidad y las coordenadas del sentido común, y, definitivamente, nuestros criterios no son sus criterios ni nuestra lógica su lógica. Al final, es una cuestión de fe. Sin ella no se entiende nada. Es mejor, pues, cerrar los ojos y la boca, quedarse en silencio y... adorar.
            Puedo agregar otra experiencia personal: yo he visto, repetidas veces, cómo los enfermos incurables, cuando pensaban, mirando fijamente el crucifijo, que estaban compartiendo los dolores del Crucificado y acompañándolo en la redención del mundo, yo he visto reves­tirse sus rostros de una paz inexplicable y (¿por qué no decirlo?) de una misteriosa alegría.
Sin duda sentían que valía la pena el sufrir. Habían encontrado un sentido y una utilidad al sufrimiento. Su dolor ya era creador y fecundo, como el de la madre que da a luz.

* * *

            Sí. Llámese alegría o de otra manera, es la victoria y la satisfacción de quien ha arrancado al dolor su agui­jón más temible: el absurdo, el sinsentido, la inutilidad.
            Cuando un enfermo, inútil para todo, o cualquier otro sujeto, triturado por la tribulación, toman con­ciencia de que, en la fe y en el amor, están activamente participando en la salvación de sus hermanos; de que están “completando lo que falta a los padecimientos de Cristo”; de que -su sufrimiento no sólo es útil para los demás, sino que cumple un servicio insustituible; de que estén enriqueciendo a la Iglesia tanto o más que los apóstoles y misioneros; de que su sufrimiento, asu­mido con amor, es el que abre el camino de la gracia más que cualquier otra cosa; de que, más que todo lo demás, hacen presente en la historia de la humanidad la fuerza de la redención, y de que, en fin, estén impul­sando el Reino desde dentro hacia adelante y hacia arriba (Salvifici doloris 27), ¡cómo no sentir satisfacción y gozo!
            No me extraña aquella “salida” jubilosa de Pablo cuando dice: “Ahora me alegro de mis padecimientos” (Col 1,24). Y Pedro invita a los cristianos a una explo­sión de alegría “porque estáis participando de los pade­cimientos de Cristo” (1 Pe 4,13).

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