miércoles, 13 de febrero de 2013

En tus manos - II


Dios organizó el mundo y la vida dentro de un siste­ma de leyes regulares que llamamos causas segundas, como son la ley de la gravitación o la ley de la libertad. El Padre, normalmente, respeta sus propias leyes dentro de las cuales organizó y funcionan las estructuras humanas y cósmicas. Ellas continúan en su marcha na­tural y, como consecuencia, sobrevienen los desastres y las injusticias.
            Para Dios, sin embargo, no existen imposibles: po­dría interferir en las leyes del mundo, descolocando lo que anteriormente había colocado, y evitar este acciden­te o aquella calumnia. Pero el Padre, normalmente, consecuente consigo mismo, respeta su obra y permite las desgracias de sus hijos, aunque no las quiera.
            Ahora bien; si El, pudiendo evitar todo mal, absolu­tamente hablando, no lo evita, es señal de que lo per­mite. No podríamos decir que una calumnia ha sido querida por Dios, mas sí permitida.

            Todo acto de abandono es, pues, una visión de fe. En ella se distinguen dos niveles: el fenómeno y la realidad: lo que se ve y lo que no se ve. Lo que se ve son las reacciones psicológicas, las leyes biológicas, etc.,
que, eventualmente, pueden incidir en nuestras tribu­laciones. Lo que no se ve es la Realidad, el Señor Dios, fundamento fundante de todo.
            El último eslabón de la cadena de los acontecimien­tos lo sujeta el dedo de Dios. Nuestras cuentas pendientes, en última instancia, las tenemos que saldar con Dios mismo. En el acto de abandono se trascienden los fenómenos (accidentes, lo que dijeron de mí, lo que me hicieron, la marcha de los acontecimientos) y, detrás de todo, se descubre a Aquel que es y me ama, en cuyas manos se entrega todo.
            Para Jesús, en Getsemaní, estaba evidente y estri­dente que la tormenta que se le avecinaba era una confabulación miserable, engendrada y organizada por las reacciones psicológicas, intereses personales, utilidades políticas, nacionalismos, ventajas económicas o milita­res... Pero Jesús cerró los ojos a esas evidencias de pri­mer plano, trascendió todo, y para El, en ese momento, no había más realidad que “Tu Voluntad” (Mt 26,42), en cuyas manos, luego de fiera resistencia (Mc 14,36), se abandonó; y se salvó, primeramente a sí mismo, del tedio y de la angustia; y nos salvó a todos nosotros. Y a partir de este momento contemplamos a Jesús avanzar en el itinerario de la Pasión, bañado de una paz inex­plicable, de tal manera que será difícil encontrar en los anales de la historia del mundo un espectáculo humano de semejante belleza y serenidad.

* * *

            Abandonarse consiste, pues, en desprenderse de sí mismo para entregarse, todo entero, en las manos de Aquel que me ama.
            Esta “terapia” es plenamente aplicable a la universa­lidad de todas las fuentes de sufrimiento que hemos descubierto y explorado en el capítulo segundo de este libro. No se encontrará ruta más rápida y segura de liberación que la “terapia” del abandono.
            Liberarse consiste en depositar en Sus Manos todo lo que está consumado, todo lo que es impotencia y limitación: la ley de la precariedad, la ley de la transito­riedad, la ley de la insignificancia humana, la ley del fracaso, la ley de la enfermedad, la ley de la ancianidad, la ley de la soledad, la ley de la muerte.
            Consiste, en suma, en aceptar el misterio universal de la vida.
            Y nuestra morada se llamará PAZ.

* * *

Lanza del Vasto nos ofrece este hermoso apólogo:
“Caía la noche. El sendero se internaba en el bosque, más negro que la noche. Yo estaba solo, desarmado. Tenía miedo de avanzar, miedo de retroceder, miedo del ruido de mis pasos, miedo de dormirme en esa do­ble noche.
Oí crujidos en el bosque, y tuve miedo. Vi brillar entre los troncos ojos de animales, y tuve miedo. Des­pués no vi nada, y tuve miedo, más miedo que nunca.
Por fin salió de la sombra una sombra que me cerró el paso.
“iVamos! ¡Pronto! ¡La bolsa o la vida!”
Y me sentí casi consolado por esa voz humana, por­que al principio habla creído encontrar a un fantasma o a un demonio.
Me dijo: “Si te defiendes para salvar tu vida, prime­ro te quitaré la vida y después la bolsa. Pero si me das tu bolsa solamente para salvar la vida, primero te qui­taré la bolsa y después la vida”.
Mi corazón enloqueció; mi espíritu se rebeló.
Perdido por perdido, mi corazón se entregó.
Caí de rodillas y exclamé: “Señor, toma todo lo que tengo y todo lo que soy”.
De pronto me abandonó el miedo, y levanté los ojos.
Ante mí todo era luz. En ella el bosque reverdecía”.

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