martes, 12 de febrero de 2013

En tus manos - I


Partiendo desde las primeras páginas, hemos recorri­do, en este libro, un largo itinerario, el camino del do­lor. Durante el recorrido hemos ido esparciendo por doquier pautas y recetas, no para extirpar el dolor—donde está el hombre, allí estará, como sombra, el sufrimiento—, sino para mitigarlo.
            En mi opinión, existe un talismán prodigioso, y se llama el camino del abandono. Sin embargo, no he que­rido abordarlo a fondo en estas páginas porque ya lo había tratado en otros libros, particularmente en Mués­trame tu rostro (pág. 121-159).
            No obstante, intentaré entregar aquí tan sólo un bre­ve esquema, advirtiendo de antemano que esta senda es válida y liberadora para aquellos que viven decidida­mente en un contexto de fe.

            Hace varias décadas recorrió el mundo y se hizo fa­mosa aquella afirmación de Charles Péguy: “Al llegar a los cuarenta años, el hombre llega a la conclusión de que ni él ni nadie ha sido, es ni será feliz”.
            Es una afirmación demasiado grave. Los absolutos existen tan sólo en el campo de las ideas, no en la vida. A pesar de que este libro es una embestida a fondo contra toda ficticia ilusión, disentimos de la opinión pesimista de Péguy, y por eso he escrito este libro, y por eso ahora, para coronarlo, entrego, aunque en resu­men, esta vía de liberación y de paz: el camino del abandono.

* * *

            Abandono es una palabra ambigua y se presta a equí­vocos. A primera vista, suena a pasividad, fatalismo, resignación. En el fondo, es lo contrario: el abandono, correctamente vivido, coloca a la persona a su máximo nivel de eficacia y productividad.
            En todo acto de abandono existe un no y un sí. No a lo que yo quería o hubiese querido. ¿Qué hubiese querido? ¡ Venganza contra los que me hicieron esto!; no a esa venganza. ¡Tristeza porque se me fue la juventud!; no a esa tristeza. ¡Resentimiento porque todo me sale mal en la vida!; no a ese resentimiento.
            Y sí a lo que Tú, Dios mío, quisiste, permitiste o dispusiste. Sí, Padre, en tus manos extiendo mi vida como un cheque en blanco. iHágase tu voluntad!

            Como hemos visto en las páginas anteriores, todo lo que resistimos mentalmente lo transformamos en enemigo. Para con las realidades que le producen agrado, el hombre extiende un lazo emocional de apropiación. Las cosas (o personas) que le causan desagrado, el hombre las resiste mentalmente, las rechaza, con lo que, automáticamente, las transforma en enemigas. Es­tas pueden ser los ruidos de la calle, el clima, el veci­no, los acontecimientos, mil detalles de su propia per­sona, etc.
            La resistencia emocional, por su propia naturaleza, tiende a anular al “enemigo”. Ahora bien, existen realidades que, resistidas estratégicamente, pueden ser neutralizadas parcial o totalmente, como la enferme­dad, la ignorancia o la pobreza. Sin embargo, gran parte de las realidades que el hombre resiste no tienen solución o la solución no está en sus manos. A estas reali­dades llamamos situaciones límites, hechos consumados.
            La sabiduría consiste, pues, en hacer una pregunta: esto que me molesta, ¿puedo remediarlo? Si hay alguna posibilidad de solución, no es hora de abandonarse, sino de poner en acción todas las energías para lograr la solución. Pero si no hay nada que hacer, porque las cosas son insolubles en sí mismas o la solución no está en nuestras manos, entonces llegó la hora de abando­narse. Abandonar ¿qué? La rebeldía mental: llegó la hora de silenciar la mente, inclinar la cabeza, depositar los imposibles en manos de Dios Padre y entregarse.
            Mirando con la cabeza fría, el hombre descubre que gran parte de las cosas que le disgustan, le entristecen o le avergüenzan no tienen solución. En este caso, es locura encenderse en cólera contra ellas, porque es uno mismo el que se quema inútilmente y se destruye.
            Dije que es preciso silenciar la mente, y aquí está el secreto de la liberación; porque la mente tiende a rebelarse, ponderar las consecuencias del disgusto y lamen­tarse; con todo lo cual, el sujeto mismo que se rebela, y sólo él, se quema y se amarga.
            El abandono es, pues, un homenaje de silencio para con el Padre; por consiguiente, un homenaje de amor y, por ende, adoración pura; y, a nivel psicológico, en este silencio mental estriba el secreto de la “salvación”, en cuanto terapia liberadora.

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