sábado, 9 de febrero de 2013

El dolor, una pedagogía - II


Pablo engarza, con la lógica vital, los eslabones de una cadena de oro: “Nos alegramos en el sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento nos da la paciencia, y la paciencia nos hace salir aprobados, y al salir aprobados tenemos la esperanza, y esta esperanza nunca falla” (Rom 5,3-5).

            Estamos, sin embargo, ante un proceso lento. Cuan­do el cristiano se encuentra de pronto con el sufrimien­to, su primera reacción, casi inevitable, es la rebeldía y el interrogante: por qué. Generalmente, el interrogante y la protesta son dirigidos a Dios, sin tener en cuenta que Aquel a quien se dirige la protesta está instalado en la cúspide del dolor, en la cruz.
            La respuesta al interrogante viene siempre desde lo alto de la Cruz, pero al principio el cristiano no la per­cibe porque la polvareda y el clamor circundantes im­piden la percepción. Pero después de cierto tiempo, a veces mucho tiempo, cuando el horizonte se ha clarea­do y se ha tomado la suficiente distancia, el cristiano comienza a percibir claramente la respuesta.
            Pero la respuesta no es una consideración abstracta y filosófica sobre el dolor, sino una orden perentoria: “Ven, toma tu cruz y sígueme” (Mc 8,34). Cuando el cristiano, en ese itinerario interior con el Cristo Do­liente, cesa en su rebeldía, toma la cruz, se abandona y adora, entonces, al descubrir el sentido salvífico del do­lor y el misterio de la Cruz, es visitado por la paz y la alegría. En este momento es vencido el dolor y la muerte. Es la manera más eficaz de eliminar el su­frimiento.

* * *

            Es arquetípica la historia de Israel. Los cuatro siglos que siguieron al imperio davídico fueron los años más decadentes de la historia de Israel, en un estado de permanente infidelidad y apostasía.

            Dios vio que la única salvación posible para Israel era un desastre nacional. Y, efectivamente, los sitiado­res de Nabucodonosor redujeron a ruinas la ciudad de David, sus habitantes fueron deportados a Babilonia y allí se produjo la gran conversión.
            Allí se escribió el Libro de la Consolación, Isaías 40-55, que es de lo más hermoso e inspirado de la Biblia, en que la esperanza sobrepasa el destino de Israel y se abre hacia los horizontes de la Humanidad; allí se escribieron salmos inspirados; allí la figura del Mesías ad­quirió rasgos firmes; allí se colocaron los cimientos de la sinagoga y, en cierto sentido, de la Iglesia; allí la religión se instaló definitivamente en el corazón del hombre; allí los desterrados son constituidos en un “pequeño resto” y “ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, porque volverán a mí con todo su corazón” (Jer 24,7). En suma, de una catástrofe nacional, Dios hizo brotar los bienes definitivos.

            A sus veinte años, soñando en altas glorias, Francis­co de Asís en la primera batalla probó la primera de­rrota. Ese desastre y la ulterior enfermedad lanzaron a Francisco por los rumbos del ideal evangélico. Tras ha­ber sido herido por una bombarda en la ciudadela de Pamplona, Iñigo de Loyola tuvo una transformación total en los largos meses de su convalecencia.

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