lunes, 21 de enero de 2013

Suplo lo que falta


“¿Qué significan mis sufrimientos, para qué sir­ven?” He aquí la gran pregunta, formulada por Job, caído en el pozo profundo. Es la pregunta —grito, la­mentación— más inmemorial del viejo corazón hu­mano.
            Al retroceder por los senderos de la historia y aso­marnos a las civilizaciones que casi se pierden en la edad de piedra, constatamos que la primera inquietud que agitó al corazón humano fue esa pregunta. Los su­merios, primero, y después los asirios, los egipcios y los caldeos, implicaron y personificaron a las divinidades en el conflicto eterno entre el bien y el mal.
            No hay hombre, hoy día, que, metido entre las lla­mas del sufrimiento, no se haga, explícita o confusa­mente, y con carácter de rebeldía, esta misma pregun­ta: ¿para qué?
            El drama no está en sufrir, sino en sufrir inútilmen­te. Una doble finalidad puede dar a la persona que su­fre tal gratificación que el dolor pierda, parcial o com­pletamente, su garra y estigma, inclusive hasta trans­formarse en fuente de satisfacción y alegría.
    Es el caso de la madre. La mujer, dice el Señor, al dar a luz sufre apreturas, a veces hasta el espasmo; pero sabe que es el precio de una vida. Y al tener al hijo en sus brazos, el dolor se le transforma en una inmensa alegría. Las ciencias humanas agregan, inclu­so, que cuanto más angustioso haya sido el trance de dar a luz, tanto más amado será el fruto de ese dolor.
            Muy distinto es el caso del soldado herido en una guerra absurda; el soldado, abandonado, va desangrándose lentamente, mientras la tierra va absorbiendo en silencio esa sangre, inútilmente. ¿Cabe imaginar escena más dramática?
            El problema, pues, está en sufrir sin sentido. Y este sin sentido cuece y levanta las rebeldías, a veces hasta las alturas de la exasperación; y hay gentes que se cie­rran a cal y canto, y reaccionan ciegamente en medio de un resentimiento total y estéril en que acaban por quemarse por completo.

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            Todo lo que hemos tratado en este libro hasta aquí se resume en esta pregunta: ¿qué hacemos con el dolor? Y hemos respondido: eliminarlo.
            Las ciencias del hombre también han buscado siem­pre, comenzando por la medicina, el mismo objetivo. Más todavía, incluso las ciencias abstractas, al menos en sus aplicaciones, organizan proyectos y programas para, alejar o neutralizar ese convidado de piedra que nunca falta en el banquete de la vida, el sufrimiento.
            Nosotros también, en las páginas que anteceden, he­mos buceado en las aguas hondas del mar humano; y después de pulsar las cuerdas más sensibles y de poner el dedo en las llagas más vivas, hemos detectado los manantiales profundos de donde brota el agua salada del sufrimiento humano. Y durante el recorrido he­mos ido depositando en las manos del lector recetas y “yerbas medicinales” con las cuales, y por si mismo, pueda amagar, amortiguar o acabar con todo y cual­quier sufrimiento.
            Pero en este capítulo la pregunta es otra: ¿para qué el dolor?; ¿de qué sirve?; ¿cuál es su sentido? Y la respuesta, por cierto, será la receta más liberadora; eso si, a condición de tener y vivir una sólida fe.
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            Entremos, pues, en el valle de la fe. Todo cuanto expusimos y propusimos en las páginas anteriores, dado que nos hemos movido en un nivel puramente humano, puede servir de orientación para los que no tienen fe o la tienen débil, y, por cierto, también para los que la tienen recia. Pero el horizonte que vamos a abrir será comprensible, y sobre todo liberador, tan sólo para las personas que viven vigorosamente el don de la fe.
            La viga maestra que resume, sostiene y da firmeza a cuanto vamos a exponer a continuación son las palabras de Pablo: “Suplo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”.
            Y también las palabras de Juan Pablo II: “Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufri­miento mediante el cual se ha llevado a cabo la reden­ción. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido tam­bién redimido.      Llevando a efecto la redención median­te el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el su­frimiento humano a nivel de redención. Consiguiente­mente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo” (Salvifici doloris 19).

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            Hay otros manantiales de dolor, es obvio, distintos de aquellos que hemos explorado en nuestro excursus, como guerras, epidemias, opresión, hambre... Nosotros, hasta ahora, hemos abordado tan sólo aquellos sufrimientos, digamos así intra-personales, aquellas tri­bulaciones que el lector, por sí mismo, y con las recetas indicadas, pueda atenuarlas y hasta suprimirlas.
            Pero en el presente capítulo nos abrimos, como Cris­to, a la universalidad del dolor humano. Jesucristo, efectivamente, con su muerte, asumió y se hizo solida­rio de toda la aflicción humana; fue la suya una apertu­ra planetaria.
            Va a llegar la hora, y ya llegó, en que el creyente, siguiendo los rumbos del Maestro, ya no se preocupa­rá tan sólo de sus pequeñas heridas, sino que extende­rá sus alas para abrazar, acoger y hacer suyas, en un movimiento solidario y universal, las llagas de la huma­nidad doliente.

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