sábado, 5 de enero de 2013

Relajación - III


Y ahora, serenamente, cierra los ojos. Instálate todo tú en los ojos: son las estrellas de tu firmamento. Quieto, deja caer los párpados, siéntelos pesados. Lue­go, tranquilo y concentrado en tus ojos, suéltalos con cariño, aflójalos una y otra vez, y cada vez más. Percíbelos pesados, como si estuvieras en un profundo sueño.
            Finalmente, concéntrate en la nuca. Flexiona la ca­beza, primero hacia adelante, lo más adelante posible, sintiendo en este balanceo cómo se sueltan los múscu­los de la nuca. Hecho todo con cierta energía, pero con tranquilidad. Luego gira la cabeza de la derecha hacia la izquierda, y a la inversa, dejándola caer suavemente, en esa rotación, lo más cerca de los hombros. Alterna, finalmente, los movimientos laterales de la cabeza con los movimientos verticales. Siente cómo se sueltan los músculos del cuello y de los hombros.
            Y, para terminar, quédate quieto largos minutos, imaginando tu ser como un mar en calma. Sería mara­villoso que ahora te sintieras dentro de ti mismo, pasivo, quieto, como dormido, por unos minutos. Sería tam­bién estupendo que llegaras a sentir cómo las corrien­tes nerviosas o sanguíneas cruzan tu cuerpo en diferen­tes direcciones.
            Todo el ejercicio debe ser hecho tranquilamente, sin prisas, entre treinta y cincuenta minutos.

            Relajación mental. Es, con mucho, el ejercicio más sedan­te. Está descrito al principio de este capítulo con el título vacío mental.
            El arte de sentir. Este ejercicio es igualmente válido, tanto para la relajación como para la concentración. Ya hemos explicado largamente el fenómeno de la dispersión mental: el individuo, agredido por dentro y por fuera, acaba por disgregarse en medio de un desorden interior. Se siente desbordado por los nervios, e, igual que en la desintegración de un átomo, se produce en él una pérdida inútil de ener­gías; y, tarde o temprano, el hombre es visitado por la fatiga nerviosa.
            Hay que detenerse; dejar de pensar; dejar de inquie­tarse, y dedicarse al arte o deporte de sentir, simplemente percibir, no pensar. Los pensamientos dividen al hombre, quien acaba por sentirse desasosegado e in­feliz al encontrarse incapaz de poner orden en su tu­multo interior.
El día en que te encuentres en ese estado, deja todo a un lado y reserva un buen tiempo para dedicarte al deporte de sentir. Es una gimnasia psíquica que te de­volverá la serenidad y el dominio interior.

* * *

            Coloca delante de tus ojos una planta doméstica. Concéntrate en ella con calma y paz. Seguramente, ella te va a evocar recuerdos y pensamientos. Nada de pen­sar; simplemente mirarla, acariciarla con la mirada y sentirte acariciado por su verdor; mantenerte abierto a la planta, entregado a la sensación de sentir con tus ojos el agrado de su color, congratularte, teniendo la conciencia refleja de la sensación verde. Y todo esto sin ninguna ansiedad, con naturalidad.
            Ponte delante de un paisaje con la misma actitud; recíbelo todo en tu interior, con agrado, con gratitud; el silencio de una noche estrellada, el cielo azul, la va­riedad de las nubes, la frescura matinal, el rumor de la brisa, la ondulación de las colinas, la perspectiva de los horizontes, esa flor, aquella planta... Recíbelo todo par­te por parte, y no en tropel, en tu interior, con atención tranquila, pasiva, sin prisa alguna, sin esfuerzo, sin pensar en nada, agradecido, feliz.
            Ponte delante del mar; vacíate de todo recuerdo, imagen y pensamiento, y en tus horizontes interiores, casi infinitos, recibe el mar casi infinito: llénate de su inmensidad, siéntete profundo como el mar, azul como el mar. Siéntete admirado, descansado, vacío y lleno como el mar.

* * *

            Luego, cerrados los ojos, dedícate durante unos quince minutos a sentir todos los ruidos del mundo, sin esfuerzo ni reflexión. Capta receptivamente todos los ruidos, uno por uno, y suéltalos en seguida, sin que ninguno se te prenda: los ruidos lejanos, los próximos, los suaves, los fuertes, la flauta del mirlo, los gritos de los niños, los ladridos de los perros, el canto de los gallos, el tictac del reloj... Sentirlo todo con el alma abierta, placenteramente, tranquilamente, sin pensar quién emite el ruido, como un simple receptor.
            Si los ruidos son estridentes o desagradables, no los resistas, no te pongas a la defensiva; recíbelos cariñosa­mente, ámalos, déjalos entrar y acógelos con un espíritu agradecido, y verás que son tus amigos
            Pasa después al tacto. Deslígate de la vista y el oído, como si estuvieras ciego y sordo.
            Comienza a palpar suavemente, concentradamente, durante unos minutos, tus vestidos y otros objetos, sean suaves, ásperos, fríos o tibios. No pienses de qué objeto se trata; simplemente percibe la sensación. Hazlo concentrado, con agrado, sereno, vacío, receptivo, con la mente silenciada.
            Luego deslígate de todos los restantes sentidos y de­dícate a sentir los diferentes perfumes: de las plantas, de la flor, de los diversos objetos, detenidamente.
            Haz la misma cosa con el paladar; por ejemplo, per­cibir el “sabor” del agua pura.
            Todo esto tiene que hacerse sin esfuerzo, sin cris­parse.
            Hemos conseguido, con estos ejercicios, poner orden en el tumulto de la mente, controlar la actividad men­tal, es decir, centrar la atención en las direcciones de­seadas, y obtener alivio para el sistema nervioso. En efecto, aunque tan sólo hayas conseguido un pequeño resultado, verás cómo acabarás saboreando la plácida sensación de descanso.
            Has comenzado a salvarte a ti mismo. Si avanzas pa­cientemente por esta ruta, se esfumarán las angustias y te visitará la anhelada serenidad.

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