miércoles, 23 de enero de 2013

Quejas y preguntas - II


Una reciprocidad benevolente.
Pero nace en el pueblo, y comienza a correr la sospe­cha de que la vida recta de Job es interesada. ¿Bendeci­ría Job a Dios si El lo desnudara de sus riquezas? Y el varón justo es sometido a prueba.
Comenzando por la periferia, se inicia en torno a su persona, paso a paso, un progresivo e implacable des­pojamiento: caen los golpes primeramente sobre sus campos y rebaños. Job no se inmuta y sigue bendicien­do a Dios. Avanzando hacia el centro y estrechándose el cerco, caen sablazos a diestra y siniestra, hiriendo a sus criados, hijos, hijas, esposa. Job se mantiene ínte­gro. Se comenta en el pueblo: no se quiebra porque se ha respetado su persona; veremos qué pasa el día que toquen su piel.
En un asalto nocturno y final, la enfermedad aborda, finalmente, el corazón de la fortaleza: la lepra acaba por transformar al pobre Job en un muladar de basura. Herido de muerte, rodeado de silencio y soledad, el varón justo se debate en una agonía que, además de cruel, es injusta. Era demasiado. Transpuestos todos los límites de la resistencia humana, Job estaba, final­mente, en una serie de imprecaciones contra la vida misma y de quejas y preguntas a Dios.

* * *

            Se le aproximan unos amigos para consolarlo; y tra­tan de hacerlo filosofando. Es un intento de justificar el sufrimiento. Vienen a decir: en el correcto funciona­miento de la ley moral, a una vida recta debe corres­ponder una remuneración; y a la transgresión de la ley, un castigo. Decían: “Los que aran la iniquidad y siem­bran la desventura, la cosechan”. Al pecado correspon­de, pues, el castigo del sufrimiento.
            Como se ve, se trata de una transposición mitigada del ojo por ojo y diente por diente, instinto humano grabado a fuego en las entrañas de la humanidad, y supe­rado en la montaña de las Bienaventuranzas.
            Impresiona el constatar que, a pesar de tantos siglos de cristianismo, las gentes, casi unánimemente, aún hoy día, reaccionan ante el dolor igual que los amigos de Job: ¿qué le he hecho yo a Dios para que me castigue de esta manera? Es difícil, casi imposible, hacerles descartar la idea de castigo cuando son víctimas de una desgracia.

* * *

            Las explicaciones de los amigos, en lugar de aliviar a Job, lo hunden en el supremo desconcierto: el absurdo.             Si el obrar el bien tiene que ser premiado y la trans­gresión castigada, resulta que Dios ha entrado en contradicción al inundar de calamidades a un santo varón. Es injusto.
            A estas alturas, el sufrimiento de Job no es la des­trucción de sus rebaños, ni la muerte de todos sus familiares, ni siquiera la enfermedad, sino el absurdo; mejor, la perplejidad al intentar explicarse la injusticia de Dios, a quien Job acusa de abusos de poder y de contradecirse a sí mismo, destruyendo su propia obra. En este momento, el sufrimiento toca fondo, y la nave hace agua por todas partes. Estamos ante el mal ‘‘teológico’’.

            Enmarañado, sin posible salida y sin saber qué res­ponder a los amigos, el santo varón remite a Dios el cuestionamiento, y lo desafía a esclarecer el enigma.
            Y Dios habla, pero no acepta las acusaciones ni res­ponde a las preguntas, sino que, tomando la iniciativa, contraataca, a su vez, con nuevas preguntas. Con esta inesperada “salida” de Dios se van a pique todos los principios de los amigos en los que Job ya estaba en­redado: pecado-sufrimiento, buena conducta-recom­pensa.
            Y no es que con esta dialéctica Dios intente eludir las preguntas, sino que utiliza una original pedagogía: saca a flote al pobre hombre de la falacia en que sus amigos lo habían sumergido, lo levanta por encima de las reacciones humanas, le describe los prodigios y ma­ravillas de la creación, obra de poder y de amor, y vie­ne a decirle que, pase lo que pase, en ese esplendor El está presente, cuida y ama al hombre, y que, en fin, a Dios no se llega entendiendo, sino adorando, y que cuando se adora todos los enigmas quedan esclarecidos.
            Y en una conmovedora reacción final, Job ya no re­clama más por sus desgracias, ni formula preguntas, ni defiende su inocencia, sino que queda en silencio, do­bla las rodillas y se postra en el suelo hasta tocar su frente con el polvo y adora:

“Sé que eres poderoso, ningún proyecto te es irrealizable. He hablado como un hombre ignorante
de maravillas que me superan y que ignoro. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza”
(Job 42,1-6)

            Está claro: adorando, todo se entiende. Cuando las rodillas se doblan, el corazón se inclina, la mente se calla ante enigmas que nos sobrepasan definitivamente, entonces las rebeldías se las lleva el viento, las angus­tias se evaporan y la paz llena todos los espacios.
            Es verdad, será difícil hallar otra terapia tan libera­dora como la adoración para sobrellevar con serenidad y altura las contrariedades y golpes de la vida. Pero ello, naturalmente, presupone una vida auténtica de fe.

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