viernes, 25 de enero de 2013

Luchador político - I


El Siervo sufre, en primer lugar, a causa de su men­saje profético. Es un fardo pesado el destino del profeta; la responsabilidad supera sus fuerzas. Dios le entrega las palabras que le arden como brasas en sus huesos; no puede dejar de proclamarlas, aun sabiendo que le van a acarrear la odiosidad, y que pronto va a sentir a su cos­tado la maquinaria de los poderosos, con intrigas, men­tiras y provocaciones.
            Ya en el Primer Canto, cuando el Señor hace la pre­sentación de su Siervo, nos entrega los primeros brochazos de su figura, características de personalidad que prefiguran al hombre nuevo del Sermón del Monte. Con ello ya se nos está indicando claramente que los carac­teres de esta lucha serán muy diversos de los de cual­quiera otra, social o política, y no menos eficaces. “He puesto mi espíritu sobre él. Dictará la ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. La caña quebrada no la partirá, ni apagará la mecha mortecina. No desmayará ni se quebrará has­ta implantar el derecho sobre la tierra” (Is 50,4-7).
            Pasaron ya muchos años en el fragor del combate por la justicia y por los derechos de Yahvé y los del pueblo.
            El Siervo evoca momentos dramáticos en que no de­jan de escucharse los ecos de las torturas, la música de los azotes y otros apremios para silenciar la voz del profeta. Vemos, por otra parte, cómo el Siervo combi­na y maneja admirablemente el binomio sagrado: con­templación y lucha. “El Señor me ha abierto el oído, y yo no me resistí ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba; no me cubrí el rostro ante los ultrajes y sali­vazos. El Señor me ayudaba, por eso no sentía los ul­trajes. Y por eso endurecí el rostro como pedernal, sa­biendo que no quedaría defraudado” (Is 50,4-7).

* * *

            Hombre de arcilla, después de todo, y frágil como toda carne humana, el Siervo sucumbe más de una vez ante la inutilidad y esterilidad de su lucha: los podero­sos parecen invencibles. El desaliento toma posesión de su alma, mientras contempla a los ricos cada día más ricos, y a los pobres cada vez más humillados, a los instalados cada vez más sólidos y prepotentes en sus sitiales, mientras los marginados se pierden, cada vez más alejados, en el silencio y el olvido. “Mientras yo pensaba: en vano me he fatigado; en viento y en nada he malgastado mis fuerzas” (Is 49,4).

* * *

Es éste un momento peligroso para el profeta. Si no se refugia en la soledad para estar con el Señor y así templar su ánimo, los poderosos pronto acabarán por derribar a hachazos la fortaleza del profeta. Tenemos que pensar en Elías perseguido (1 Re 18,10), en el abo­feteado Miqueas (1 Re 22,24), en el burlado Isaías (Is 28,7-13), en el ajusticiado Urias (Jer 26,20-23), en la multiforme pasión de Jeremías (Jer 19,1-20; 26; 28; 29; 34,1-7).

“Lo que más irrita a la policía es un cristiano revoluciona­rio que sigue rezando en serio. Y lo que más alegría le propor­ciona es que el cristiano revolucionario deje de creer o, al menos, de rezar” (J.M.González Ruiz).

Cuando un cristiano deja de rezar, su compromiso no pasa de ser el compromiso de un luchador más en la línea de lo político. Y con ese tipo de luchadores, la policía de los opreso­res ya sabe cómo se tiene que desenvolver; porque sus armas y procedimientos son perfectamente controlables. Lo malo para las fuerzas de opresión es cuando se las tienen que ver con un cristiano a fondo, con un hombre de fe hasta el tuétano de su vida, con un contemplativo y con un místico. Porque lo más seguro es que, en tal caso, la policía tenga la impre­sión de que se enfrenta a un enemigo original y desconcer­tantemente distinto a todos los demás. Es posible, incluso, que la policía tenga la impresión que tuvieron los enemigos de Pablo y los mismos enemigos de Jesús.

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