martes, 15 de enero de 2013

Impermanencia y transitoriedad - II


Lo que sucede en el mundo y a tu alrededor está marcado con el signo de la transitoriedad. En la historia, todo aparece, resplandece y desaparece. Nace y muere, viene y se va.
            Estamos en los últimos tramos del siglo xx, un siglo que arrastra consigo una carga de sangre, fuego, destrucción, pasiones, ambiciones, lágrimas, gritos y muer­te: dos guerras apocalípticas, indescriptibles, junto con centenares de otros conflictos y guerras, mortíferas como nunca; millones de muertos, millones de mutilados, pueblos arrasados, ciudades incendiadas, reinos milenarios borrados del mapa para siempre... Europa, otrora poderoso Continente, desangrada, desorienta­da... probablemente, nunca se ha sufrido tanto.        Este siglo, con su infinita carga vital se hundirá pronto, y para siempre, en el abismo de lo que ya no existe.
            Juntamente con el siglo, se acaba también el milenio. ¡Dios mío, qué vibración sideral en los últimos mil años! ¡Cuántos mundos que emergieron y se sumergie­ron! El Imperio y el Pontificado, reinos innumerables; catedrales, universidades, renacimiento, guerras reli­giosas, descubrimientos, continentes nuevos, absolutismos, tiranías, democracias, artes y ciencias... El pulso del milenio se detiene. Muy pronto, la noche lo cubrirá con su mortaja de silencio para sumergirlo en lo pro­fundo, el oscuro seno de lo que ya pasó, el océano de lo impermanente y transitorio.

* * *

            Las ilusiones del “yo” y los sentidos exteriores nos ofrecen como real lo que en realidad es ficticio.
            Resuene, pues, el toque de clarín, despierte el senti­do y colóquese el hombre de pie para emprender el éxodo. Es necesario salir; salir del error y de la tristeza:  el error de creer que la apariencia es la verdad, y de la tristeza que el hombre experimenta al palpar y com­probar que lo que creía realidad no era sino una som­bra vacía.
            Hay que tomar conciencia de la relatividad de los disgustos, y ahorrar energías para tomar vuelo y elevarse por encima de las emergencias atemorizantes, e ins­talarse en el fondo inmutable de la presencia de sí, del autocontrol y la serenidad; y, desde esta posición, ba­lancear el peso doloroso de la existencia, las ligaduras del tiempo y el espacio, la amenaza de la muerte, los impactos que le vienen al hombre desde lejos o desde cerca.
            La vida es movimiento y combate. Y hay que com­batir. El mundo se le ha dado al hombre para conver­tirlo en un hogar feliz. Las armas para esta tarea son: pasión y paz. Pero estas fuerzas se le invalidan al hom­bre en la guerra civil e inútil que le declara la angustia.
            Para que el hombre pueda disponer de la pasión y paz necesarias para levantar un mundo de amor, sus entrañas deben estar libres de tensiones y bañadas de serenidad.
            Siempre que el lector se sorprenda a sí mismo domi­nado por un acontecimiento que se le va transforman­do en angustia, deténgase y ponga en funcionamiento este resorte de oro: relativizar.

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