lunes, 28 de enero de 2013

En lugar de otros - II


Como se puede apreciar, aquí está brotando el árbol de la solidaridad, el tejido interno del Cuerpo Místico, al que en la mente de Pablo le nacerán alas y adquirirá el desarrollo completo. Es un árbol extraño, casi diría­mos silvestre, y enteramente desconocido en otras re­ligiones.
            Al primer golpe de la sangre, el sentido común se revela y grita: es injusto; ¿por qué he de pagar yo los desvíos de los demás? Es que, escondida entre los plie­gues más arcanos del corazón, palpita una vocación de solidaridad, instintiva y connatural, para con la huma­nidad doliente y pecadora. Ampliaremos más adelante este concepto.
            Isaías fue el primero en entrar en esa zona, uno de los rincones más misteriosos del corazón humano, y señalar la función sustitutoria y solidaria del Señor a tra­vés de su martirio.

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            Pero hay mucho más. Las ideas siguen avanzando audazmente, e internándose, paso a paso, en las plani­cies del Nuevo Testamento.
            Los sufrimientos del Siervo no sólo son solidarios y sustitutivos, sino que son causa de salvación para los demás. En el escenario del drama, el pueblo, siempre conmovido y reverente, y esta vez agradecido también, proclama: “El castigo para nuestra salvación cayó sobre él, y sus cicatrices nos curaron” (Is 53,10). Habría que estudiar el significado y alcance de esta salvación; pero, en todo caso, el concepto está afirmado nítidamente.
            Misteriosamente, el Siervo no acaba en la sepultura y en el olvido eterno, sino que hay una “resurrección”, descrita por el profeta con alto vuelo poético. En otras palabras, los sufrimientos han tenido también para el Siervo un significado y una eficacia salvífica. El Señor miró con cariño y agrado a “su triturado” (53,10). De­trás de su pasión y muerte se levantará para el Siervo una aurora en la que no habrá ocaso. Mucho más: cual nuevo Abrahán, será el primer eslabón de una cadena de generaciones (53,10).
            Y habrá una rehabilitación pública y solemne para el Siervo en el tribunal de la historia; y su trono se levantará en la cumbre de los tronos elevados (52,13). Así como muchos quedaron asombrados por la ruina y mi­seria del Siervo —estaba tan desfigurado que ni pare­cía hombre—, más asombrados quedarán ahora cuando los reyes enmudezcan ante él y vean cosas que nunca vieron y reconozcan hechos realmente inauditos (52,14-15).
            Y después de triunfar sobre los demás reyes y de capturar el botín, se sentará el Siervo entre los senado­res y príncipes de la tierra para repartir los despojos y dictar sentencia.
            Pero la rehabilitación alcanzará su cumbre más alta cuando el Señor proclame a los cuatro vientos el significado de la humillación de-su siervo: bajó, impotente y mudo, hasta el abismo de la muerte, porque estaba ex­piando los pecados ajenos e intercediendo por los re­beldes (53,12). La muerte es, para el Siervo, no sólo el tránsito hacia una vida nueva, sino también hacia el éxito de su misión.

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            Esta panorámica, verdaderamente fantástica, ofrece al cristiano que sufre numerosos rumbos, respuestas, destellos de luz, pistas de orientación y, sobre todo, un sentido luminoso y trascendente a su diario sufrir. En cierto sentido, podemos afirmar que el dolor ha sido vencido o, al menos, ha perdido su más temible agui­jón, el sin sentido.
            En muchos aspectos podrá el cristiano doliente identificarse con el Siervo. Y no cabe duda de que este abrazo identificante le abrirá nuevos horizontes y le proporcionará aliento y consolación.

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