domingo, 27 de enero de 2013

En lugar de otros - I


El sufrimiento del Siervo nos hace pensar a veces en alguna enfermedad que hubiera asolado, triturado y deformado su figura. Apareció ante nosotros como una raíz raquítica. Alzamos la mirada, y, francamente, no se le podía mirar: el mal había arado los perfiles de su figura. Era de aquellos ante quienes uno instintivamen­te mira hacia otro lado o se cubre el rostro, no querién­dose acordar más (Is 53,2-4).
            También tenemos la impresión de que el Siervo ha sido sometido a un juicio sumario, o mejor, a un simu­lacro de proceso, y ejecutado. Lo ciñeron con el cintu­rón de la opresión y la ignominia, y él bajó la cabeza y no abrió la boca. Era como un manso cordero conduci­do al matadero; él no entendía nada, y ni siquiera se le escuchó una queja. Cayeron como lobos sobre él, lo apresaron y lo condujeron al tribunal. Y tras un juicio de comedia, lo arrojaron ignominiosamente al lugar de los muertos. Y a nadie le importó nada, nadie se pre­ocupó por él (Is 53,7-9).
            El Cuarto Canto parece un drama sacro, en el que actúan el narrador y el coro, es decir, el pueblo, que es espectador y partícipe del drama. Y el pueblo, a la ma­nera del coro griego, descorre la cortina y nos descubre el misterio central del drama, que es el siguiente.
            El sufrimiento del Siervo, a pesar de que, a primera vista, ha sido causado por los hombres, en último tér­mino, el causante es el mismo Dios. Así lo confiesa y proclama el pueblo, sobrecogido por la conmoción y el arrepentimiento, mientras va comentando en voz baja: “El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes”  (53,6).
            Dios ha querido, pues, el martirio del Siervo. El Señor permite (¿conduce?) el desencadenamiento, aparentemente fortuito, de los acontecimientos, que a simple vista estén manejados por los hombres y a veces de manera inicua; pero más allá de la tramoya está el “plan de Dios” (53,10), que “prospera” mediante el sufrimiento del Siervo, sobrellevado por él con mansedum­bre y paz.
    Igual que el anuncio (y denuncia) de la Palabra, también el sufrimiento es parte constitutiva, por voluntad de Dios, de la misión salvífica y el destino del Siervo.
            Hay en el Cuarto Canto otro aspecto, hasta ahora iné­dito y sorpresivo, casi “revolucionario”, y digno de destacarse; es el siguiente: dejando aparte la voluntad del Señor que conduce el drama, el martirio del Siervo es consecuencia de los pecados ajenos. Efectivamente, el Siervo es víctima dé “nuestras demasías”; ha sido triturado, como uva en el lagar, “por nuestras aposta­sías”; el Señor mismo cargó sobre sus hombros “todos nuestros crímenes”; fue asaeteado y herido de muerte por los delitos de “su” pueblo (53,5.6.8). Fueron, pues, los excesos del pueblo los causantes de su martirio.
            Y con esta apreciación estamos ya en el umbral de otro concepto que tiene frontera común con el anterior:  el Siervo está sufriendo en vez de los demás. El, por su parte, es inocente y puro, como el lirio de los campos; no merece más que benevolencia y predilección. Pero por el designio del Señor, el Siervo ha ocupado el lugar de los pecadores y asumido el sufrimiento que, en jus­ticia, debería recaer sobre ellos. “Por sus suplicios, jus­tificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él las soportará” (53,11).
            Y con su martirio preserva a los otros del castigo que les correspondía. Como se ve, en el fondo palpita toda­vía la correlación entre pecado y sufrimiento de los amigos de Job.


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