jueves, 24 de enero de 2013

El Siervo doliente


Pudo haber nacido sobre la roca del Gólgota o sobre la cima de las Bienaventuranzas. Puso miel donde había hiel, y tenía su cuerpo cubierto de rojas amapolas. Dobló la mano a las fuerzas salvajes que siembran vientos de guerra, y encadenó el odio a la argolla de la mansedumbre para siempre. Se fue por los mercados y plazas recogiendo los gritos para tejer con ellos un himno de silencio. Fue grande en la debilidad y abrió para la humanidad senderos inéditos de paz que nunca se olvidarán.

            Figura enigmática y cautivadora esta del Siervo de Yahvé. Si no estuviéramos tan familiarizados con el Cuarto Canto (Isaías, 53), se nos haría asombrosa y casi incomprensible, en el contexto del Antiguo Testamento, esa figura del justo sufriente, portador de todas las llagas humanas. Leyendo el relato de la Pasión, te­nemos la impresión de que estamos siguiendo, paso a paso, la narración del Cuarto Canto.

            Existen interpretaciones en el sentido de que el Sier­vo sería una personificación del Israel doliente, cautivo en Babilonia. Según otros, el Siervo designaría al mis­mo profeta que escribe, ex’iliado también, junto a los ríos de Babilonia.

            Dejemos aparte tales interpretaciones, y pregunté-monos por la misión del Siervo y por el sentido de su sufrimiento, porque nos puede abrir perspectivas lumi­nosas para el cristiano que sufre.

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