miércoles, 2 de enero de 2013

Ejercicios


La marcha hacia la libertad

            Muchos millones de años atrás, durante el período jurásico, alcanzaron su pleno apogeo los gigantescos brontosaurios que pesaban treinta toneladas y medían veinte metros. Estos reptiles, de largo cuello y podero­sa cola, probablemente se movían con elegancia en las aguas, pero eran torpes en la tierra y consumían gran­des cantidades de energía para desplazar su peso colosal.
            A juzgar por los fósiles descubiertos en el Colorado, su fuerza bruta debió ser abrumadora, pero estaba diri­gida por un cerebro minúsculo, que pesaba medio kilo. La organización de las señales que recibía ese cerebro y de los mensajes que debía transmitir para mantener las funciones de la inmensa musculatura debía ocupar gran parte de sus escasas neuronas, dejando un margen muy pequeño para las tareas “inteligentes”. Y así, los brontosaurios pronto se extinguieron, debido, en gran parte, a la limitación de sus facultades “mentales”. Su enorme fuerza física no bastó para sobrevivir al cam­bio del ambiente.

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            Aunque nuestro cerebro es muy superior al de los demás mamíferos y vertebrados, de todas formas es muy limitado el control sobre nosotros mismos; y es temible que fuerzas inmensas como las que hoy posee el hombre estén manipuladas por cerebros subdesarro­llados; subdesarrollados debido al poco control que el hombre ejerce todavía sobre su mente.
            Ya se dijo en la ONU: puesto que las guerras se gestan en la mente humana, es ahí donde tendrá que iniciarse la construcción de la paz. También se ha di­cho últimamente: “El mayor problema del hombre hoy día no es dominar el mundo físico, sino conocer su mente y controlar su conducta” (Beach). De otra ma­nera, las enormes fuerzas de que dispone el hombre podrían arrastrarlo, casi inevitablemente, a su propia destrucción.
            Dicen los antropólogos, y en general los paleontólo­gos, que en el último millón de años se ha dado casi un salto en la planificación cerebral; es decir: en compara­ción con la evolución que experimentaba la organiza­ción cerebral en el período de los prehomínidos y antes, se ha producido una fantástica aceleración en el último millón de años en lo que se refiere al desarrollo cerebral.
            Según Ramón y Cajal, el conocimiento de las bases físico-químicas de la memoria, de los sentimientos y de la razón haría del hombre el dueño absoluto de la creación, y su obra más trascendental sería la conquista de su propio cerebro. No deja de haber razón en esta afirmación. No obstante, el estudio de las funciones cerebrales de ninguna manera explica y agota la comple­jidad de las actividades mentales.
            El camino que conduce a la libertad y a la felicidad está erizado de obstáculos, como hemos visto en las páginas anteriores; y no siempre el dominio de la es­tructura y funciones cerebrales coincide con el progre­so paralelo de la libertad.
            Hay que preguntarse si el hombre moderno es, o no es, víctima de la angustia y el miedo en mayor o menor grado que el hombre sumerio, por ejemplo, o el mismísimo hombre del Neardenthal. O si el profesor de Harvard está más cerca o más lejos de la paz que, por ejemplo, el hombre africano de la tribu zulú.
            Es verdad que la ciencia va obteniendo progresos es­pectaculares: en un grupo de setenta personas que sufrían angustia obsesiva, Grey Walter aplicó coagulacio­nes cuidadosamente dosificadas, hechas por medio de electrodos implantados en los lóbulos frontales, logran­do la recuperación social de un 85 por 100.
            No obstante, y hoy por hoy, la marcha hacia la liber­tad no avanza paralela a la del conocimiento científico; al contrario, esa marcha está constantemente torpedea­da, según estamos comprobando, por mil estímulos que le vienen al hombre no sólo desde fuera, sino tam­bién desde sus mecanismos internos.
            Cualquier cosa que se haga para desbrozar estos obs­táculos hace más expedita la marcha hacia la libertad. Y es eso lo que pretendemos con estos ejercicios

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