martes, 1 de enero de 2013

De la muerte al amor


Con la supresión del “yo” hemos conseguido la tran­quilidad de la mente. Pero no basta. Necesitamos deri­var las energías liberadas y cristalizarlas en el amor y la unidad. El Sermón de la Montaña, en sus primeros tramos, despliega el programa del despojarse; y poste­riormente, en sus instancias decisivas, nos entrega el proyecto del darse.
            La única muralla de separación entre el otro y yo es el “yo”. Al afirmarse en sí mismo y por sí mismo, el “yo” se siente distinto y, de alguna manera, opuesto a lo que no es él. De esta oposición nace una suerte de tensión o dialéctica, acompañada de un cierto senti­miento de inquietud. En definitiva, se produce algo pa­recido a un conflicto dualista, cosa que desaparece en cuanto es derribada esa muralla.
            En cuanto el hombre se siente ligado y abrazado a sí mismo, diferente y opuesto a los demás, le nace automáticamente la inseguridad, por el hecho de encontrarse solitario; y, a la inversa, al desligarse de sí mismo y dejarse arrastrar por la corriente universal, se siente in­merso en la unidad con todos los seres, encontrando seguridad y armonía.
            Ya no existen el sujeto y el objeto como polos opues­tos; desaparece también la dicotomía yo-tú, yo-mun­do. Y, en este momento, al perder los seres vivos (so­bre todo el hombre) sus perfiles diferenciantes, el hombre se siente emparentado con todos los seres en su realidad última y acaba por instalarse en una común-unidad con todos en la más entrañable fraterni­dad. Es la experiencia de la unidad universal. Que sean uno.
            Es más que amor. En el amor, una persona ama a otra persona. Pero en esta experiencia los dos sujetos acaban por sentirse uno parte del otro, como en una empatía cósmica, hasta llegar a sentir las cosas del otro como si fueran propias. Es obvio que en este contexto no caben rivalidades ni envidias.

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            Cuando el hombre ha detenido la actividad de la conciencia ordinaria, no se produce un vacío “hueco”, sino que la conciencia se hace presente en sí misma. Se trata de una presencia vital de la mente que se transpa­renta a sí misma, o de la presencia vital de la realidad de la persona que se hace presente a sí misma. Es la experiencia de la “in-sistencia”, es decir, mi realidad está toda en sí y toda-en-el-universo: se experimenta a sí mismo en los demás y a los demás en sí mismo.
            Por eso el sabio respeta todo, venera todo, de tal ma­nera que en su interior no da curso libre a actitudes posesivas ni agresivas. Es sensible hasta sentir como suyos los problemas ajenos. No juzga, no presupone, nunca invade el santuario de las intenciones. Sus entra­ñas están tejidas de fibras delicadas, y su estilo es siem­pre de alta cortesía. En suma, es capaz de tratar a los demás con la misma reverencia y comprensión con que se trata a sí mismo. Ama al prójimo como a sí mismo.
            Es capaz, además, de .cargar a hombros con el dolor de la Humanidad. Sufre como suyas las llagas de los dolientes. Habiendo apagado la pasión del “yo”, ha pa­sado definitivamente a la compasión con el mundo.

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            Para conseguir esta liberación se necesita, en primer lugar, una práctica intensiva y constante de mente vacía.
            En segundo lugar, es necesario que vivas despierto, atento a ti mismo. Mediante una constante introspección-meditación-intuición tienes que descubrir que el ‘‘yo” (el falso yo) es la raíz de todas sus desventuras, y debes convencerte de la falacia e inexistencia de esa imagen ilusoria de ti mismo.
            No le des satisfacciones a esa fiera hambrienta. Cuanto más la alimentas, más tiranía ejercerá sobre ti. Si hablan mal de ti, no te defiendas; deja que sangre hasta morir el amor propio. No te justifiques si tus proyectos no salieron a la medida de tus deseos. No des paso a la autocompasión, que es el bocado más apeteci­do por el “yo”. No busques elogios ni abierta ni sola­padamente. Rehúye sistemáticamente los aplausos. No saborees el éxito. Ahuyenta, en tu intimidad, los re­cuerdos halagüeños, que también son bocados exquisi­tos para el”yo”.
            Si le vas retirando el aceite, la lámpara acabará apa­gándose. Esta es la batalla de la libertad.

            Recuerda también las consignas tantas veces repeti­das: no te hagas ilusiones, el progreso será sumamente lento; pasarán años hasta que puedas saborear la deli­ciosa fruta de la liberación; y en el camino habrá vacilaciones, retrocesos y desalientos. Así es la naturaleza humana; comienza por aceptarla tal como es.

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