jueves, 31 de enero de 2013

Cristo sufriente - III

Probablemente, no hay alegría más auténtica que la del perdón; porque, posiblemente, no existe congoja mayor que el sentimiento de culpa, con este amargo binomio: vergüenza y tristeza.
            Podríamos, incluso, afirmar que el perdón es la más alta expresión del amor y la más genuina. Pero lo que asombra en el perdón evangélico es otra cosa: que más alegría siente el que perdona que el que es perdonado. Por eso, Jesús representa el perdón del Padre como una fiesta.
            Aquel muchacho lo tenía todo en su casa. Pero, so­ñando en aventuras, se fue a tierras lejanas, dejando clavado un puñal en el corazón de su padre. Se zambu­lló en el turbio esplendor del mundo hasta morder la fruta del hastío. Y cuando, doblegado por la nostalgia, regresó a su casa, su padre, además del abrazo y el perdón, le preparó el banquete más espléndido de su vida.
            Aquella mujer perdió una dracma, una pequeña mo­neda. Después de muchos desvelos y fatigas, la recupe­ró; y fue tanta su alegría, que, no pudiendo contener­se, salió al barrio para invitar a las amigas a alegrarse con ella.
            Si se pierde una oveja entre los riscos, el Padre no se desentiende de ella, sino que salta al mundo, cruza los valles, escala los roqueríos, se asoma a los precipicios, arriesga su vida hasta que encuentra a la oveja perdida y malherida. La toma en sus brazos y vuelve a casa cantando y proclamando que aquella oveja recuperada le da más alegría que todo el resto del rebaño.
Así fue Jesús desgranando, ante sus asombrados y humildes oyentes, en forma de narraciones y apólogos, el misterio y los tesoros del corazón del Padre. Esta era la permanente temperatura interior de Jesús, desde donde le brotaban aquellas palabras que inundaron de alegría y misericordia al mundo.
            Por cuanto hemos dicho, afirmamos que el Evange­lio es un himno a la alegría, entendiendo por alegría no necesariamente la risa explosiva, sino un estado interior pleno de gozo y libertad.
            Por eso no es posible la tristeza allí donde está Jesús.
            En este sentido, hay en el Evangelio una perícopa notable por lo significativa (Mc 18,22). Los discípulos de Juan ayunan, y los discípulos de Jesús, no. ¿Por qué este contraste? Hay que tener en cuenta que el ayuno indicaba, de alguna manera, luto y tristeza.
            Jesús responde, tajante, con una pregunta: ¿acaso pueden ayunar los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Quiere decir: la persona concreta de Je­sús es la transparencia de la misericordia del Padre, y, por consiguiente, fuente de gozo. No es que Jesús re­pruebe el ayuno, sino que defiende y explica el proce­der de los discípulos, como diciendo: ¿qué van a ha­cer?, están celebrando la alegría de la salvación, que es la presencia de Jesús ¡No es posible la tristeza!
            Todo está indicando que la presencia física, histórica, de Jesús significó para los discípulos y otros que disfrutaron de ella alegría y liberación.

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