miércoles, 30 de enero de 2013

Cristo sufriente - II


 Aquel día, partiendo del lago, fue Jesús subiendo ha­cia el monte, rodeado de gente sin prestigio, ex presidiarios, vagabundos, inválidos, mujeres de vida dudo­sa; en suma, la resaca que deja a su paso el río de la vida. Se encumbró sobre un altozano y soltó al viento el nuevo código de la felicidad.
            Les dijo a sus oyentes que los que nada tienen lo tendrían todo. Que los que con lágrimas se acuestan serán visitados por la consolación. Que se están prepa­rando banquetes, hartura y regalías para los que ahora pasan hambre. Que deben sentirse felices los que reci­bieron heridas por causa de la justicia, porque esas he­ridas brillarán como estrellas. Que los que, piedra a piedra, levantaron el edificio de la paz serán corona­dos con el título de hijos de Dios. Que las lágrimas se­rán enjugadas y los lamentos se trocarán en danza y júbilo. Que nadie debe tener miedo: cualquiera puede asesinar el cuerpo, pero ni con la punta de lanza toca­rán el alma, porque está asegurada en las manos del Padre. ¡Alegría y albricias para quienes han sido enlo­dados por la calumnia y la mentira!, porque la misma suerte corrieron los profetas; y, además, les está reser­vada una recompensa que sobrepasa toda imaginación.
            Una ciudad de luz, levantada sobre la cumbre de la montaña, es visible desde todos los ángulos de la comarca. Eso serán los discípulos en medio del mundo: una montaña de luz. ¡Qué insípida es la comida sin sal! Pero ellos serán la sal que condimentará el banquete de la humanidad.
            Una vez, un hombre, al internarse en la montaña, se encontró con una mina de oro. Fue tanta su alegría que, corriendo, volvió a su casa, vendió cuanto poseía y compró aquel terreno. Lo mismo le sucedió a aquel mercader experto en piedras preciosas: al pasar por un mercado, dio con una perla muy fina. Emocionado, regresó a su casa y vendió sus pertenencias para com­prarla. Así es el Reino.
            El grano de mostaza es una simiente realmente dimi­nuta, apenas visible. La siembran, nace y se va levantando hasta transformarse en el más tupido de los ar­bustos, donde las aves ponen holgadamente sus nidos. Salió el sembrador, y arrojó un puñado de granos de trigo en la tierra; llegado el verano, los encontró trans­formados en doradas espigas. Así es la Palabra.
            Felices los hijos que tienen una madre solícita, pero mucho más los que escuchan la Palabra y la ponen en obra. El Reino es un vino nuevo y ardiente, un fino tejido recién salido del telar.
            Tienen motivos para estar felices y alegres, porque hasta las serpientes y demonios se han sujetado a su voluntad. Pero eso no es nada; hay otro motivo de ale­gría mucho mayor: sus nombres están escritos en el corazón de mi Padre. ¡Enhorabuena!

* * *

            El Sermón de la Montaña podría sonar a ingenui­dad, alienación y hasta a cierta cruel ironía si lo sacamos de su contexto. Decir que son felices los indigen­tes, los calumniados y los encadenados seria algo francamente inaudito, hasta el sarcasmo, a no ser que haya un nuevo contexto que saque todos los valores de su quicio. Y ese contexto existe, es el amor gratuito y eterno del Padre, que se da de manera especial a los que nada tienen: ya que nada tienen, el cuidado amo­roso y preferente del Padre será su compensación, que les proporcionará una alegría tal que nunca podrían al­canzar con todas las riquezas de la tierra. Este es el contexto.
            De aquí parte precisamente la opción preferencial por los pobres.

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