martes, 29 de enero de 2013

Cristo sufriente - I


            Un himno a la alegría

            La profundidad, he ahí la cuestión. Donde hay pro­fundidad, hay vida. Donde hay vida, allí está el hombre. Y donde está el hombre, allí están conjuntamente la alegría y el dolor.            Desde la profundidad saltan, como vivos resortes, los grandes surtidores; y tanto más arriba llegarán cuanto más hondo sea el subsuelo de donde brotaron.             El dolor y la alegría tienen un mismo calado. Calado es la profundidad a donde llega la quilla de un navío, en relación y a partir de la línea de flotación. La hon­dura que alcanza el gozo, alcanza también el dolor. Tanto se sufre cuanto se goza, y viceversa.

* * *

            Jesús fue el varón de dolores porque había sido un pozo de alegría, en la misma medida. Y pudo liberar­nos del dolor porque había habitado anteriormente en la región del dolor y lo conocía por experiencia.
            El Evangelio es una buena nueva, una alegre noticia. Las raíces están siempre en la profundidad; y cuan­do ellas están sanas y empapadas en la tierra húmeda, hasta la copa más encumbrada se la ve vestida de un fresco verdor. Si los manantiales son hondos y puros, toda el agua que brota de ellos es pureza y frescura.
            Esta es la explicación de por qué el Evangelio es un himno a la alegría. Todo brota de la profundidad hu­mana de Jesús; y esta región estaba habitada por la presencia amada del Abba, la paternidad acogedora de Dios.        Por eso, su fuente interior se llama gozo, paz.

            Desde esta vertiente brotaban las palabras y actitu­des de Jesús, y aquel estado de ánimo en que siempre lo contemplamos, nimbado de confianza y serenidad. Asimismo, desde estas mismas latitudes, pobladas por la presencia paterna, brotaba también aquella obedien­cia filial y aquella disponibilidad para con todos los huérfanos e indigentes de la Humanidad.
            En el trato personal de Jesús con Dios presentimos una carga infinita de ternura y proximidad. Suena una melodía inefable en esas expresiones que Jesús usaba normalmente: “Padre mío”, “mi Padre”; vibra un algo enteramente especial en esas palabras, un no sé qué de singular y único, cuajado de confianza, seguridad y alegría.
            Debido a esto, del corazón de Jesucristo brota un mensaje revestido de dicha; y tenemos la impresión de que Dios fuera como un inmenso seno materno que cálidamente envolviera a la humanidad toda; y a Jesús mismo lo sentimos cercado de llamas, frescas llamas de alegría.

            “La completa novedad y el carácter único de la invocación divina Abba en las oraciones de Jesús muestra que esta in­vocación expresa el meollo mismo de la relación de Jesús con Dios. Jesús habló con Dios como un niño habla con su pa­dre, lleno de confianza y seguro, al mismo tiempo que respe­tuoso y dispuesto a la obediencia”.
“En la invocación divina Abba se manifiesta el misterio supremo de la misión de Jesús. Jesús tenía conciencia de es­tar autorizado para comunicar la revelación de Dios, porque Dios se le había dado a conocer como Padre” (J.Jeremías).

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