domingo, 6 de enero de 2013

Concentración o autocontrol - I


Nuestra atención, “la loca de la casa”, reclamada por mil estímulos exteriores e interiores, danzando al son de todos los ruidos y de todas las luces, incapaz de centrarse durante unos segundos en un punto filo, la vamos a sujetar ahora allí donde nuestra voluntad determine.
            Si bien los ejercicios anteriores han sido y son tam­bién una ayuda preciosa para el autocontrol, las si­guientes prácticas nos ayudarán más explícitamente.
            Me bulle la cabeza, se lamentan los nerviosos. En efecto, mucha gente es incapaz de detenerse en una sola cosa, sea una idea, una flor o una melodía. Un tropel confuso de recuerdos, imágenes y sentimientos les cruza la mente en el más completo desorden. No saben lo que piensan, no saben lo que quieren. En los días de descanso descansan menos que en los días de labor, porque una mezcla anárquica de impresiones y proyectos los domina por completo. Tampoco descansan al dormir. ¿Resultado? Siempre están desasosegados y, sobre todo, muy fatigados.

* * *

            La esencia de la concentración consiste en hacer lo que estamos haciendo, en estar yo presente en lo que hago. Lo importante es, pues, establecer una buena re­lación entre nuestra atención y nuestros actos. Y como generalmente no estamos presentes a nosotros mismos, por eso los estímulos exteriores nos golpean y nos hieren, porque nos toman desprevenidos, porque estábamos ausentes de nuestra casa.
            Se trata de estar atento a una sola cosa a la vez. La atención es la facultad automática del sistema nervioso para valorar lo que interesa y dejar de lado lo que no interesa.
            Cuando seguimos varias ideas, no simultáneas, sino entrecruzadas o interpuestas, y al mismo tiempo no podemos desentendemos de otra idea parásita, entonces la fatiga es muy grande. En cambio, cuando seguimos una idea con exclusión de toda otra, o estamos atentos tan sólo a lo que hacemos, olvidándonos de todo lo demás, entonces el cansancio es mínimo y el rendi­miento máximo.
            Y eso es lo que queremos conseguir con los siguien­tes ejercicios:
            Un paseo por nuestros señoríos. Es un ejercicio más bien imaginativo, y su finalidad casi exclusiva es la del autocon­trol.
            Puedes hacerlo con los ojos abiertos, cerrados o se­micerrados. Como siempre, la regla de oro es suprimir en todo momento la actividad metal, y simplemente percibir, con la mente vacía.
            Después de la preparación previa, como en los otros ejercicios, concéntrate primeramente en tus pies, sin mirarlos. Contémplalos imaginativamente con todos los detalles, como si los estuvieses televisando o fotografiando: la forma en que están, el contacto o distancia de un pie respecto del otro, color y diseño de los zapatos, color o tibieza de los pies, si está frío el suelo que to­can... Sentirlo todo viva, detenida y sensorialmente; no en tropel, sino primero una sensación, luego otra, du­rante tres o cuatro minutos.
            Pasa después suavemente con tu atención a tus ma­nos, sin mirarlas. Contémplalas sensorialmente, como si las estuvieses televisando, en todos sus detalles: posi­ción general, si están extendidas. o recogidas, si estén calientes o tibias, contactos entre ambas manos.
            Después vete concentrándote dedo por dedo, medio minuto en cada dedo, comenzando por el dedo peque­ño de la mano izquierda: si está separado o en contacto con el otro dedo, si recogido o retirado, imaginándolos sensiblemente, deteniéndote en cada detalle.
            Y ahora, delicadamente, fija la atención en tu nariz. Percibe el aire que entra y sale por los orificios nasales. Como es sabido, el aire que sale es más caliente que el que entra. Percibe esa diferencia, concentradamente, durante tres o cuatro minutos.
            Retira de ahí tu atención, como sierva obediente, y condúcela a tus pulmones. Quieto, concentrado, percibe durante unos minutos el movimiento pulmonar. No pensar, no forzar, no imaginar ese movimiento.       Simplemente, sentirlo, seguirlo, como si tú fueras un ob­servador de ti mismo, con gran tranquilidad, como quien observa, sin reflexionar, la corriente de un arroyo.
            Al mando de tu voluntad, retira de allí tu atención y, suavemente, extiéndela a lo largo y ancho de tu organismo. Con suma tranquilidad, con la máxima quietud y concentración, quédate alerta, viendo en qué parte de tu cuerpo sientes los latidos cardíacos. Y allí donde los sientas (en último caso, en el contacto con el pulso), instálate tú en ese punto y quédate absorto, “escuchan­dolos latidos; sólo sentirlos, sin pensar; unos cinco minutos.

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