domingo, 2 de diciembre de 2012

Podemos muy poco - II


La gente no cambia, no puede cambiar. En el mejor de los casos, puede mejorar. Como hemos visto más arriba, toda persona arrastra, grabados y enterrados en sus cimientos primordiales, los trazos indelebles de su personalidad. ¿Nació sensible? Morirá sensible; eso sí, mejorado, esperamos. ¿Nació rencoroso? A los cinco años manifestaba síntomas de inclinación al rencor, y también a los cincuenta, y a los ochenta. Morirá rencoroso, aunque mejorado, esperamos. Nació tímido, sen­sual, impaciente, primario... Los códigos genéticos le acompañarán porfiadamente hasta la sepultura. ¿Por qué asustarse? Las cosas son así. Deja que las cosas sean como son, y, dentro de tus posibilidades, libra el gran combate de la liberación.
            La gente sufre ansiando ser de otra manera, y se des-espera al comprobar que no lo puede conseguir.
            Conozco numerosas personas que han hecho y si­guen haciendo esfuerzos persistentes para no ser como son, para limar las aristas de su personalidad, y lo que consiguen cambiar es muy poco o nada. Y siempre con el riesgo de caer en una fosa hecha de desaliento, triste­za y frustración. Este es uno de los peores sufrimientos humanos, del que debemos liberamos.
            Bajo los efectos de un intenso fervor religioso, por ejemplo, suavizaron los defectos; incluso tuvieron la sensación de haberse liberado definitivamente de ellos, de haber cambiado. Años después, al decaer de aquel fervor religioso, comprobaron con dolor que los defec­tos reaparecían: no habían cambiado.
            He visto demasiada gente quemada por los comple­jos de culpabilidad al no poder mantenerse dentro del cuadro de valores y virtudes que recibieron en su ju­ventud; y se han transformado en enemigos de sí mis­mos: se castigan, se ensañan contra sí mismos, se aver­güenzan, se hieren. Secretamente, se trata de un instinto de venganza, porque se irritan al sentirse tan poca cosa. En suma, se humillan, y la humillación no es sino un orgullo camuflado: no aceptan sus propias limitaciones.
En último término, se trata del complejo de omnipo­tencia, pobre muñeco de trapo, destripado y yacente en un rincón.

* * *

            Pues bien, ¡basta de sufrir!
            Es hora de despertar, de enterrar el hacha de la ira, de sacudirte las ásperas escamas y mirarte a ti mismo con benevolencia y ternura, hasta convertirte en un gran amigo de ti mismo.
    A lo largo del recorrido de tu vida fuiste ciñendo tu figura con el cinturón de la hostilidad y tu cabeza con una corona de espinas. Basta de martirizarte.
    Como la madre que extrema sus cuidados precisa­mente con el hijo más desvalido, amarás tú esa frágil vasija que es tu persona, precisamente por lo que y en lo que tiene de quebradiza, y la envolverás con un abrazo de piedad y ternura. Esto puede sonarte a auto-compasión, pero no lo es, sino todo lo contrario.
    Las estrellas giran eternamente allá arriba, frías y si­lenciosas; los acantilados permanecen inconmovibles al borde del océano, con sus raíces hundidas en la arena; el invierno es frío, y el estío, ardiente. Las cosas son como son, y tú eres como eres: te gustaría ser alegre; no lo eres. Te gustaría brillar; no puedes. Te gustaría agradar a todos; no lo consigues. Te gustaría tener la inteligencia de éste, la hermosura de aquél, el encanto de aquel otro. Te gustaría, en suma, haber nacido de otra manera. ¡ Sueños locos, llamas de fuego! Es inútil.           ¿Para qué lastimarte? ¡Despierta!
    Los sueños, arrójalos a la basura; las llamas, apága­las, y toma serena y sabiamente en tus manos la fría realidad: eres como eres. Y, de todas maneras, a pesar de tus reticencias y repugnancias, eres una maravilla. Transforma tus sufrimientos en brazos de comprensión para ti mismo y tus entrañas en un regazo de acogida. Acéptate a ti mismo, no como te gustaría ser, sino como realmente eres.
    Te gustaría tener don de gentes, pero eres tan retraí­do... Te gustaría alcanzar una estrella con tus manos, pero eres tan bajito... Te gustaría señorear tu propio mundo, pero un cúmulo de instintos sensuales y tendencias negativas te traen a mal traer. No te irrites ni te deprimas por eso. No te entristezcas por nada. No te avergüences de nada. ¿ Una estatua de arcilla? No: eres aurora y campana, arquitectura que, para ser catedral, sólo necesita de tu comprensión y acogida, tu benevo­lencia y cariño.
    Sé feliz, porque son legión los que esperan participar de tu lumbre, contagiarse de tu alegría.
    Se vive una sola vez. Nadie vuelve atrás. No puedes darte el lujo de despilfarrar tan bella oportunidad. No puedes permitir que se deshoje inútilmente esta roja amapola. Llena tu “casa” de armonía, y el mundo se llenará de armonía.
    Ten siempre presente que la existencia es una fiesta, y el vivir, un privilegio. Hay una planta que debes cultivar diariamente con especial cuidado y mimo: la ale­gría. Cuando esta planta inunde tu casa con su fragancia, todos tus hermanos, y hasta los peces del río, saltarán de alegría.

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