viernes, 7 de diciembre de 2012

Las fuentes del mal


La angustia puede tornarse en una situación habi­tual. Más aún, silos desafíos se suceden unos a otros, la persona afectada puede caer en la angustia vital.
            Y ésta es la situación del hombre actual. Demasiadas flechas, disparadas al mismo tiempo desde cien almenas, hacen blanco certeramente en el sistema nervioso del hombre, que, más que herido, se siente ahogado.
            Hay dos leyes fatales que son las madres naturales de la ansiedad: la rapidez y la productividad. Tanto vales cuanto produces. Teniendo en cuenta que productivi­dad no quiere decir sentirse pleno y realizado, sino rendimiento constante y sonante, tangible. Al hombre se lo mide por su capacidad de rendimiento; y él, a su vez, valora la vida por el rendimiento que le reporta.
    A cualquier profesión se le exige un máximo de pro­ductividad, algo que se pueda disfrutar ahora mismo. Existe una psicosis de la prisa. En la escala social de valores, un fracaso económico es peor estigma ante la sociedad que, por ejemplo, el fracaso matrimonial. Por eso, más que tener, lo que hoy interesa es parecer que se tiene.

* * *

    ¡Cuántos temores e insatisfacciones en el trabajo y la profesión! Duele la competencia desleal de los amigos. Cada uno busca su medro personal; y, con tal de esca­lar puestos, no les importa pasar por encima de los demás. Hay que aguantar también las arbitrariedades de algunos jefes. Es una sociedad fría y hostil.
    Triunfar en la profesión y alcanzar una posición elevada es una cosa; más difícil es mantener la altura y el prestigio durante años y años, cuando al lado están los envidiosos y ambiciosos, acechando y suspirando por ese puesto, o, simplemente, cuando todo se gasta y cansa. Para las mujeres, constituye una fuente de ansiedad, sobre todo al comienzo del matrimonio, la necesi­dad de encontrar un equilibrio entre su profesión y su condición de esposa-madre.
    Yendo de la casa al lugar del trabajo, el tráfico está congestionado y hay que apurarse para no llegar tarde. De vuelta a casa, las muchedumbres se agolpan para alcanzar lo más rápidamente posible el metro u otros medios de locomoción en medio de ruidos estridentes; tal vez llueve... Y la gente llega a casa cargada de ira, de nerviosismo, de desagrado.
    En la sociedad urbana, las familias cambian con fre­cuencia de domicilio, en medio de tensiones, incertidumbres y problemas de adaptación. En el seno del matrimonio, entre los compañeros de trabajo, en el ve­cindario, surgen las desinteligencias, los intereses crea­dos y las incompatibilidades. Los hijos, en plena etapa de desarrollo, pasan de una crisis a otra. Van pasando los años, los entusiasmos disminuyen, comienzan a aparecer las enfermedades. La jubilación ha resultado menos satisfactoria de lo que se esperaba: es una sensa­ción de impotencia e inutilidad, difícil de explicar. Los viejos son un estorbo en todas partes en esta civilización.
            La polución atmosférica ha alcanzado en la mayor parte de las ciudades límites intolerables: se hace difícil respirar, los ojos lagrimean. La tele nos acribilla día a día con tragedias acaecidas en lejanos países del planeta. El desempleo, la pobreza, la desnutrición, las ma­las condiciones sanitarias y la precariedad de las viviendas constituyen un verdadero martirio para gran­des sectores de la población. El estrépito de las calles estimula el nerviosismo y la agresividad.
            He aquí las fuentes de la angustia.
            ¿Cómo no sucumbir ante el pertinaz asedio de tantos estímulos? ¿Cómo salvarnos de tantas fieras como nos acechan y amenazan? Pertenecemos a esta civilización, no podemos evadirnos de ella. Pero ¿qué podemos ha­cer para mitigar la angustia?

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