jueves, 27 de diciembre de 2012

Fuego fatuo


Una cosa es la persona y otra cosa el yo. Voy a ex­tractar y estampar aquí algunas ideas de mi libro Sube conmigo (cf IGNACIO LARRAÑAGA, Sube conmigo. Para los que viven en común, Paulinas, Madrid 198413, 82-88).
            La persona es una realidad conjunta y un conjunto de realidades. La persona tiene una constitución fisiológica, una capacidad intelectual, una estructura tem­peramental, equipo instintivo... Todo ese conjunto está presidido y compenetrado por una conciencia que, como dueña, integra todas esas portes. Todo ese con­junto integrado es tal individuo.
    Ahora bien: esa conciencia proyecta para sí misma una imagen de toda la persona. Naturalmente, una cosa es lo que la persona es, y a eso lo llamamos realidad, y otra cosa la imagen que yo me formo de esa realidad. Si la realidad y la imagen se identifican, estamos en la sabiduría u objetividad.
            Pero, normalmente, sucede lo siguiente: la concien­cia comienza a distanciarse de la apreciación objetiva de sí mismo en un doble juego: primero, no acepta, sino que rechaza su realidad; en segundo lugar, le nace el complejo de omnipotencia: desea y sueña con una ima­gen “omnipotente”, por decirlo así. Del desear ser así pasa insensiblemente al imaginar ser así: una imagen ilusoria e inflada, que en la presente reflexión llama­mos “yo”.
            Después se pasa a confundir e identificar lo que soy con lo que quisiera ser (o imagino ser). Y en el proceso general de falsificación, en este momento, el hombre se adhiere emocionalmente, y a veces morbosamente, a esa imagen aureolada e ilusoria de sí mismo, en una completa simbiosis mental entre la persona y la imagen.
            Como se ve, aquí no estamos hablando del verdadero yo, que es la conciencia objetiva de mi propia identi­dad, sino de su falsificación o apariencia, que es la que, normalmente, prevalece en el ser humano. Y por eso lo ponemos entre comillas (“yo”).

* * *

            En definitiva, el “yo” es, pues, una ilusión. Es una red concéntrica tejida de deseos, temores, ansiedades y obsesiones. Es un centro imaginario al que acoplamos y atribuimos, agregamos y referimos todas las vivencias, sean sensaciones o impresiones, recuerdos o proyectos.
            El centro imaginario nace y crece y se alimenta con los deseos y, a su vez, los engendra, tal como el aceite alimenta la llama de la lámpara. Consumido el aceite, se apaga la llama; anulado el “yo”, cesan los deseos, y, viceversa, apagados los deseos, se extingue el “yo”. Es la liberación absoluta.
            El “yo” no existe como entidad estable, como sustancia permanente. Tiene mil rostros, cambia como las nubes, sube y baja como las olas, es mudable como la luna: por la mañana está de cara alegre; al mediodía, una sombra cubre sus ojos; al atardecer, se le ve festi­vo; horas más tarde, una oscura preocupación se insinúa en su entrecejo.
            El “yo” consta de una serie de yoes que se renuevan incesantemente y se suceden unos a otros. Es tan sólo un proceso mental que está constantemente en curso de destrucción y construcción. El “yo” no existe. Es una ilusión imaginaria. Es una ficción que nos seduce y nos obliga a doblar las rodillas y extender los brazos para adherimos a ella con todos los deseos. Es como quien se abraza a una sombra. No es esencia, sino pa­sión, encendida por los deseos, temores y ansiedades. Es una mentira.

* * *

            Y esa mentira es la madre fecunda de todos los males.
            Ejerce sobre las personas una tiranía obsesiva. Están tristes porque sienten que su imagen perdió color. Día y noche sueñan y se afanan por agregar un poco más de brillo a su figura. Caminan de sobresalto en sobresalto, danzando alucinados en tomo a ese fuego fatuo. Y en esa danza general, según el ritmo y el vaivén de ese fuego, los recuerdos los amargan, las sombras los en­tristecen, las ansiedades los turban y las inquietudes los punzan. Y así, el “yo” les roba la paz del corazón y la alegría de vivir.
    El “yo” es, además, un Caín fratricida. Levanta mu­rallas intransponibles entre hermanos y hermanos. Su lema es: todo para mí, nada para ti. Ataca, hiere y mata a quien brilla más que él. Detrás de todas las guerrillas fraternas ondea siempre la bandera e imagen del “yo”. En un parto nocturno da incesantemente a luz los amargos frutos de las envidias, las venganzas, rencillas y divisiones que asesinan el amor y siembran por doquier la muerte.
            El amor propio no quiere perdonar; prefiere la satis­facción de la venganza: una locura, porque sólo él se quema.
            A las gentes no les importa tanto el tener como el aparecer: les interesa todo lo que pueda resaltar la yana mentira de su figura social. Por eso se mueren por los vestidos, automóviles, mansiones, relumbrantes fiestas de sociedad, el aparecer en la página social de los gran­des rotativos; por todo aquello, en fin, que sea apariencia. Es un mundo artificial que gira y gira en torno de esa seductora y yana mariposa.
            En suma, el “yo” es una loca quimera, un fuego fa­tuo, etiqueta y ropaje, una vibración inútil que persi­gue y obsesiona. Es un flujo continuo e impermanente de sensaciones e impresiones, acopladas a un centro imaginario.

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