jueves, 20 de diciembre de 2012

El otro


No es el caso del bosque y el árbol: el árbol, solitario en la meseta, crece y vive con la misma gallardía. No es el caso del antílope y la manada: el rumiante, perdido en la estepa africana, no se hace problemas para sobrevivir. Ni tampoco es el caso del cardumen y el pez: éste, solitario en las aguas profundas, no echa de menos para nada a su grupo.
    Muy distinto es el caso del hombre.
    Como ya lo hemos explicado, el hombre, al tomar conciencia de sí mismo, volvió la mirada hacia sí mis­mo, se analizó, se midió y se ponderé, y se encontró solitario, indigente, encerrado entre las paredes de sí mismo.          ¿Cómo salvarse de esta cárcel? Con una salida hacia el otro.
    El ser humano es como un muñeco balanceándose entre dos abismos: la necesidad de ser el mismo y la necesidad de ser para el otro: esencialmente mismidad y esencialmente relación. El otro es, pues, para el hombre necesidad y salvación. Imaginemos, por una hipótesis, a un hombre abandonado para siempre en medio de un páramo: estallaría, se desintegraría mentalmente, regre­sando probablemente a las etapas prehumanas. El otro—reiteramos— es, pues, para el hombre necesidad y “salvación”.
            Pero esa relación, ¡ay!, no siempre es salvación, sino también, frecuentemente, suplicio y dolor, cosa que le llevó a Sartre a estampar aquel acorde desabrido: “el infierno es el otro”.
            Habiendo hecho un largo camino por el interior de la vida, he podido comprobar que, efectivamente, el otro es el manantial más importante y temible de sufri­miento humano; del otro le llegan al hombre los impactos más dolorosos. Y henos aquí atrapados de nuevo entre, las tenazas de la contradicción: que lo que es ne­cesidad se nos pueda tornar en infierno.

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