lunes, 24 de diciembre de 2012

El deporte de amar


Me dirás: si yo sufro de dispersión u obsesión, me las arreglaré para superarlas mediante un ejercicio intensivo de relajación y concentración. Pero si el fuego me viene del otro, ¿qué se puede hacer? ¿Quién puede penetrar en el santuario de la libertad del otro? ¿Quién puede abstraerse por completo de la presencia humana y refugiarse en el corazón de la soledad, en el desierto, como un anacoreta? En suma, ¿habrá alguna forma de mitigar o anular los inevitables impactos que nos vie­nen del otro?
            Sí la hay: es el deporte del amor. Pero, antes de entrar a explicarlo, aconsejaría al lector ir adquiriendo, por sí mismo, una sabiduría personal y experimental en base a unas cuantas líneas fuertes de este libro: despertar, relativizar, desasirse, controlarse... Asimismo, me per­mitiría sugerirle tener presentes unos cuantos aparta­dos de mi libro “Sube conmigo”: respetarse, adaptarse, comprenderse, aceptarse, acogerse, comunicarse...

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            El arte que vengo a enseñarte es difícil, casi utópico, pero de milagrosos efectos liberadores. Son muchos los que lo practican; así que es factible. Es un arte emi­nentemente cristiano, pero no exclusivamente. Cuando uno se siente amado por Dios como hijo único, ese arte de amar no sólo es fácil, sino casi inevitable. Pero tam­bién pueden practicarlo los que no tienen experiencia de fe; y, de todas formas, aquí lo recomendamos a títu­lo de terapia liberadora.

            Se trata de dedicarse a amar precisamente a aque­llos de quienes has recibido desilusión o te han traicio­nado.

            Cada vez que recibas un impacto negativo, concén­trate, tranquilízate y dedícate a amar a esa persona, asentir amor por ella; a transmitirle ondas amatorias, a envolverlo, mental y cordialmente, en ternura y cariño. Fulano te ha insultado. No importa. Retírate y dedí­cate al deporte de amarlo: piensa en él, transmítele on­das de cariño y benevolencia. Amalo inmensamente, incansablemente.
            Te han retirado la palabra, acabas de enterarte de una traición. No importa. Retírate, concéntrate en ellos y envíales fuego de amor, ámalos incondicionalmente, ciegamente; sin hacer caso del amor herido, envuélve­los en dulzura, bondad, suavidad. Ni siquiera tienes que dedicarte a perdonarlos, sino a amarlos. Envíales tu corazón y tus entrañas, traspasados de ternura por ellos.
    En fin, cada vez que alguien te haga sufrir, retírate al silencio de tu cuarto, y, en lugar de enviarle ondas agresivas (que sólo a ti te dañan), ínúndalo de dulzura mentalmente, llénalo de cariño, ámalo incansablemente.

* * *

            Esto parece, me dirás, una locura incomprensible.  Así será. Pero yo estoy en condiciones de afirmar que no hay en el mundo terapia tan liberadora como ésta. Es la más sublime libertad; es, justamente, la Perfecta Alegría.
            Y es, por otra parte, el Gran Mandamiento del Se­ñor, pero que yo, en este momento, lo recomiendo como la manera más eficaz de liberarse del sufrimiento que proviene del otro.

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