sábado, 29 de diciembre de 2012

De la pobreza a la sabiduría

Quien se ha vaciado de sí mismo es un sabio. Si lográramos vaciamos por completo, volveríamos a la infancia de la humanidad. Para el desposeído, el ridículo no existe; vivir es soñar; nunca el temor llamará a su puerta; las emergen¬cias no le asustan; le tienen sin cuidado las opiniones sobre su persona; la tristeza no pisa sus fronteras. Desaparecen los adjetivos posesivos ‘‘mio”, ‘‘tuyo’’, así como también los verbos pertenecer, poseer, verbos que son fuente de fricciones y conflictos, porque es el “yo” el que tiende, con sus brazos largos, las cadenas apropiadoras de las cosas, hechos y personas. El que se vacía de sí mismo experimenta la misma sensación lenitiva que cuando desaparece la fiebre alta: descanso y refrigerio, justamente porque el “yo” es lla¬ma, fuego, fiebre, deseo, pasión. Bien sabemos que el interior del hombre es frecuen¬temente morada llameante de dolor. ¿Qué sucede si la casa está incendiándose y tú estás dentro? ¿ Cómo es¬capar? No es necesario huir. Sabemos cómo se apaga el incendio. El que ha visto cómo el temor surge de la pasión, sabe que la tranquilidad de la mente se adquie¬re apagando la pasión. Basta despertar, abrir los ojos, levantar la cabeza y tomar conciencia de que estabas en un error: que estabas suponiendo que era real lo que en verdad era irreal. Lo que importa es detener la actividad de la con¬ciencia ordinaria, porque ella es una actividad centrada en el “yo”. Cuando la mente actúa, lo hace necesaria¬mente alentando y engendrando el “yo” egoísta; el cual, a su vez, extiende sus brazos apropiadores (que son los deseos de poseer, la codicia, la sed de gloria) sobre objetivos-sucesos-personas, naciendo de esta apropiación los temores y sobresaltos. Al anular el cur¬so de la actividad mental, desaparece este proceso. El vacío de la mente instala al hombre en un mundo nuevo, en el mundo de la realidad última, diverso del mundo de las apariencias en que normalmente nos mo¬vemos. El que ama su vida, la perderá; el que la odia, la ganará. 
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 Nada desde fuera, nada desde dentro logra remecer la serenidad del sabio. Lo mismo que un huracán deja inmutable el acantilado, así los disgustos dejan impasi¬ble al hombre sabio. Y de esta manera él se sitúa más allá de los vaivenes de las emociones y de las pasiones. La presencia de sí es perturbada normalmente por los delirios del “yo”. Pero, una vez eliminado el “yo”, el sabio adquiere plena presencia de sí, y va controlando cuanto ejecuta, al hablar, al reaccionar, al caminar. Por este sincero y espontáneo abandono de sí mismo y de sus cosas, el verdadero sabio, una vez libre de todas las ataduras apropiadoras del “yo”, se lanza sin impedimento en el seno profundo de la libertad. Por eso, una vez que ha conseguido experimentar el vacío mental, el sabio llega a vivir libre de todo temor y per-manece en la estabilidad de quien está más allá de todo cambio. Y así, el pobre y desposeído, al sentirse desligado de sí mismo, va entrando lentamente en las aguas tibias de la serenidad, humildad, objetividad, benignidad, com¬pasión y paz. Como se ve, nos encontramos ya en el corazón de las Bienaventuranzas. El hombre artificial, esto es, el que está sometido a la tiranía del “yo”, está siempre vuelto hacia afuera, obsesionado por quedar bien, por causar buena impresión, preocupado por el “qué piensan de mí”, “qué dicen de mí”; y, al vaivén de los avatares, sufre, teme, se estremece. La vanidad y el egoísmo atan al hombre a la existencia dolorosa, haciéndolo esclavo de los caprichos del “yo”. El hombre sabio, en cambio, es un ser esencialmente vuelto hacia dentro: como ya se libró de la obsesión de la imagen, porque se convenció de que el “yo” no exis¬te, le tiene absolutamente sin cuidado todo lo que se piense o se diga en referencia a un “yo” que él sabe que no existe; vive desconectado de las preocupaciones artificiales, en una gozosa interioridad, silencioso, pro¬fundo y fecundo. Se mueve en el mundo de las cosas y los acontecimientos, pero su morada está en el reino de la sereni¬dad. Desarrolla actividades exteriores, pero su intimi¬dad está instalada en aquel fondo inmutable que, sin posibilidad de cambio, da origen a toda su actividad. 
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 La cobra podría inyectarle su veneno, pero el sabio no tendrá fiebre. Pero... es imposible. La cobra, que es la cólera, no puede atacar al sabio. Sus fuentes profundas están purificadas, y el agua que brota desde ellas no puede me¬nos de ser pura. Sin poder ni propiedades, el sabio hace el camino mirándolo todo con ternura y tratando a todas las criaturas con respeto y veneración. La túni¬ca que lo envuelve es la paciencia, y sus aguas nunca serán agitadas. No tiene nada que defender; a nadie amenaza y por nadie se siente amenazado; por eso cuenta con la amistad de todos. Armas, ¿para qué? Al que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? ¿Acaso no es la turbación un ejército alzado para defensa de las pro¬piedades amenazadas? Pero a quien espontáneamente se desprendió hasta los escombros de sí mismo, ¿qué le puede turbar? ¿Desde qué trincheras lo pueden amenazar? No, definitivamente, el verdadero sabio no puede ser picado por la cobra.

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