lunes, 10 de diciembre de 2012

De la angustia a la depresión


La angustia, sea como sentimiento vital, sea como tensión provocada por un entorno hostil, fue tema de actualidad durante largas décadas. Más aún, desde los días de Kirkegaard fue colocada en el pináculo de la moda, y ha sido el tema favorito de los existencialistas, como Heidegger, Sartre, Jaspers, Unamuno...
    En las últimas décadas, sin embargo, el tema de la angustia fue abandonando discretamente el primer pla­no, cediendo el lugar a la depresión. Y hoy existe una coincidencia en que estamos en la era de la depresión. Ambos disturbios son de naturaleza enteramente dife­rente, si bien, con frecuencia, sus fronteras se entrecruzan.
    En la angustia se conserva una cierta afirmación de sí mismo y permanece un tibio rescoldo de esperanza. Incluso la angustia encierra entre sus pliegues energías reactivas capaces de responder adecuadamente a los es­tímulos y desafíos exteriores. En la depresión, en cam­bio, se produce el colapso total, en medio de la desesperanza, el desamparo y la desventura. Es la muerte, la nada insondable y doliente, como veremos en las pági­nas que siguen.

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    De acuerdo con las estadísticas, en los países indus­trializados, un 25 por 100 de las personas padece algún tipo de trastorno depresivo a lo largo de su vida, aun­que, ciertamente, en grados y con matices diferentes.
    En cuanto a los suicidas, más de la mitad de ellos ha dado ese paso en un momento de crisis depresiva, cuando a los síntomas ordinarios de melancolía se ha agregado la idea fija de la muerte.

            La mujer es más vulnerable y propensa a la depre­sión que el varón: por cada dos varones, cinco mujeres sufren este trastorno; y según otras estadísticas, cuatro mujeres por cada varón; así como, por el contrario, el infarto de miocardio lo padece una mujer por cada cua­tro varones.
            Entre los varones, los profesionales son los más pro­pensos a los disturbios depresivos, debido a que son tenazmente presionados por los desafíos de una socie­dad terriblemente competitiva. No es difícil encontrarse con profesionales malhumorados, agotados, al borde de la depresión o dentro ya de sus fronteras.

            El estado civil es un factor modulador respecto de las crisis depresivas; El porcentaje más elevado de depresión se da entre las mujeres divorciadas o separadas. Lo curioso es que, en contraste, no se da este mayor porcentaje entre los hombres divorciados o separados. Como ya lo hemos apuntado, el nivel depresivo es con­siderablemente más elevado entre las mujeres que en­tre los hombres, debido, sin duda, como veremos, a factores endocrinos y bioquímicos.
            Tanto en los hombres viudos como en las mujeres viudas, de acuerdo con las estadísticas, se eleva casi verticalmente el nivel depresivo.
            En cuanto a la edad, rara vez se dan síntomas depre­sivos en la infancia. Durante la adolescencia y la juventud, en la mujer hacen su aparición las crisis con un porcentaje considerablemente más alto que en el hom­bre: doce mujeres por un hombre. En cambio, de los veinte a los treinta años, en la mujer disminuye el porcentaje, mientras que se eleva abruptamente en el hombre: diez mujeres por cada cinco hombres. Para todos, hombres y mujeres, la etapa más depresiva es la que va de los cuarenta a los sesenta años. En la tercera edad, los niveles se mantienen bastante altos.
    Las estadísticas demuestran que los factores cultura­les y sociales pueden alterar los índices de la melancolía. Las clases media y alta son más afectadas que la clase humilde. Está demostrado que a una mayor pros­peridad personal y a una más alta productividad nacio­nal corresponde también mayor número de suicidios; y hay que tener en cuenta que el suicidio constituye el clímax de la depresión, al menos ordinariamente.
    Según las estadísticas, el cristianismo ofrece un te­rreno más abonado para las crisis depresivas que el hinduismo o el mahometismo, por ejemplo, debido a sus insistencias sobre culpabilidad. En efecto, una de las causas más frecuentes de depresión entre los cristia­nos practicantes son los sentimientos de culpa, cosa enteramente desconocida, por ejemplo, en el budismo.

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