jueves, 15 de noviembre de 2012

Un enemigo invisible: la rutina - III


La rutina es motivada, en parte, por la repetición. Toda cosa o situación percibida por primera vez luce nueva; todo lo nuevo tiene una novedad. A la captación vivencial de esa cosa o situación la llamamos aquí no­vedad. Si la cosa tiene novedad, el momento también la tiene, y percibimos la diferencia entre uno y otro mo­mento; a esa percepción la estamos calificando como tiempo interior.
            En la medida en que la cosa o la situación se repiten, se me “gastan” es decir, pierden originalidad o capacidad de impacto; porque, en último término, la novedad no es otra cosa que la capacidad de impacto que la cosa produce sobre el sujeto receptor. Pero si la situación se repite una y otra vez y de la misma manera, pueden desaparecer el impacto, el asombro y la novedad.
    Y así vemos cómo matrimonios que durante cuatro o cinco años vivieron plenamente su compromiso, comienzan a deteriorarse, hasta acabar arrastrando una existencia lánguida, dominada por la apatía, sin capaci­dad para infundir novedad al quehacer de cada día, sin ilusión.
    Cada día nos cruzamos en el camino con jóvenes hastiados de la vida a sus veinticinco años, sin idealis­mo ni proyectos para el futuro, ahogando su aburri­miento en el alcohol y las drogas. Y se podría afirmar que son muy pocos los que, a lo largo de los años, conservan aquella especie de aura primaveral, que es flor y fruto de la capacidad de asombro. Así nos expli­camos ese fenómeno humano de los viejos-jóvenes y de los jóvenes-viejos.
* * *

    Hemos dicho que la repetición genera la rutina. Pero no siempre es exactamente así. Cuando los recintos interiores están poblados por el entusiasmo —ese “dios” interior, que es también un don de Dios—, una misma frase: “te quiero”, repetida cinco mil veces, puede te­ner mayor novedad la última vez que la primera. Cinco mil días vividos en compañía de una persona pueden resultar igualmente novedosos, y aun despertar el últi­mo de ellos mayor asombro y vibración que el primero. El misterio y la solución de la rutina residen, pues, en el interior del hombre.
    Existe la tentación de recurrir a la variedad para su­perar la rutina: recorrer tierras nuevas, descubrir otros pueblos o paisajes desconocidos, entablar nuevas amis­tades, modificar los hábitos cotidianos. Todo está bien y constituyen ayudas positivas.
    Pero no es ése el camino de la verdadera solución. La novedad debe venir de adentro hacia afuera, no de afuera hacia adentro. Un paisaje incomparable, con templado por un espectador triste, no es más que un triste paisaje. Para un enfermo de melancolía, una es­pléndida primavera es como un otoño lánguido. ¡ Cuán­tas veces los efectos de un sinfonía o de un poema de­penden del estado de ánimo del oyente o el lector!
            Lo que importa es conservar la lámpara encendida. Cuando el interior del hombre es luz, todo es luz. Como lo dijimos al comienzo, cuando las moradas del castillo interior están pobladas por la alegría, también están alegres los peces del río. Un espíritu abierto al asombro viste de novedad al universo entero.
            He aquí el secreto: ser eternamente niños, para, al igual que en la primera mañana de la creación, ser ca­paces de poner un nombre nuevo a cada situación, a cada cosa, una por una.

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