miércoles, 14 de noviembre de 2012

Un enemigo invisible: la rutina - II


Sin embargo, y por lo dicho, la rutina es la fuerza más desestabilizadora de las instituciones humanas y de la vida misma. Por de pronto, es, sin duda alguna, el roedor más temible de la institución matrimonial. Más allá de los problemas de adaptación que pueden surgir entre los esposos, ya desde el viaje de luna de miel comienza la rutina a socavar las raíces de la ilu­sión y el amor.
            Se hace presente en las oficinas de los profesionales, en las actividades de los sacerdotes, en las tareas mater­nales, en la vida de las comunidades y los grupos; en fin, se apodera de todo el quehacer humano, hasta re­ducirlo todo a monotonía y aburrimiento. Por los efec­tos de la rutina, las personas experimentan una constante caída de tensión en sus compromisos, pierden el ímpetu inicial, aflojan en el entusiasmo. Y aparece la apatía, desfallece la ilusión y se hace presente la tibieza. Nada es frío ni caliente, y por eso todo acaba causando tedio.
            Una preciosa melodía que hoy nos arrebata, luego de escucharla quince veces, ya no nos gusta tanto, porque se nos está gastando. Si la oímos treinta veces, acaba por aburrirnos; y después de escucharla cincuenta ve­ces, nos produce hastío. Un manjar exquisito, repetido durante varios días, mañana y tarde, primero cansa; luego, fastidia, y, finalmente, nos provoca náuseas.

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            ¿Qué es, pues, la rutina? Si es difícil detectarla, más difícil es describirla y prácticamente imposible defi­nirla.
    Hay unos cuantos conceptos cuyas fronteras se en­trecruzan con la rutina. Ellos son: aburrimiento, monotonía, tedio, náusea. A veces, no se perciben claramente las líneas divisorias entre unos y otros.
Digamos que cada momento nos ofrece una nota de novedad respecto del momento anterior. Por ejemplo:
ahora hago gimnasia; anteriormente me había aseado; luego me dirijo a la oficina y trabajo durante varias horas; más tarde atiendo el consultorio; después oigo música; a continuación almuerzo; más tarde salgo de paseo... Es evidente que, objetivamente, cada momento es distinto del anterior, porque cada momento tiene un contenido —actividad— que le es propio.
    Pero si, realizando actividades diferentes, yo no las percibo como distintas, ya estamos enfrentando el aburrimiento y situándonos en el umbral de la rutina. Ahora bien, si cada momento, como lo hemos dicho, implicaba una actividad peculiar, al perder ésta su re­lieve, aquellos momentos acaban perdiendo sus perfiles y sobreponiéndose los unos a los otros. Y así se desva­nece y fenece el tiempo interior. Y estamos plenamente atrapados en las redes de la rutina.

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    La rutina aparece, pues, cuando las cosas comienzan a perder sus perfiles diferenciadores para mí; las cosas pierden novedad, todo es igual, todo es informe y amor­fo. Y entonces entra en juego la monotonía, que es madre e hija de la rutina. Y, como consecuencia, los elementos diferenciadores de cada momento comienzan a perder relieve, sobreponiéndose unos a otros, y tene­mos la sensación de que el tiempo se ha detenido, es decir, que ha muerto el tiempo interior, que marca la transición entre una situación presente y la que le sigue.
Y peor aún: desaparece la capacidad de asombro, que es la facultad de percibir cada cosa como nueva, e incluso de captar cada vez como nueva una misma si­tuación; lo que hace que la vida misma se torne en una eterna “poesía”, como aquella mañana de la creación en que el hombre ponía su nombre a cada cosa por obra y gracia del asombro. Cuando aparece la rutina, muere el asombro; o, mejor, la muerte de la capacidad de asombro se llama rutina.
            Así es como la vida pierde sazón y sentido, belleza y novedad. Y por este camino pueden llegar el tedio y la náusea. Cuando un alimento se desnaturaliza, se co­rrompe; y entonces se produce esa reacción vegetativa que liamos náusea.
            De la misma manera, cuando las cosas, y la vida mis­ma, pierden su naturaleza propia o identidad específi­ca, el hombre puede experimentar aquello que los anti­guos llamaban tedio de la vida, es decir, la náusea a nivel psicológico o experimental. Muchos dicen: ya todo me da igual. No se trata propiamente, como se ve, de una sensación de sufrimiento; pero ¿cabe sufri­miento mayor?

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