martes, 6 de noviembre de 2012

Las piedras del camino


            El camino está sembrado de piedras, generalmente toscas, con frecuencia puntiagudas, rara vez lisas y redondas. ¿Qué hacer con las piedras del camino? ¿Pul­verizarlas a golpe de martillo? ¿ Sepultarlas bajo tierra? ¿Arrojarlas una por una al río?
            El caminante tropieza con ellas a cada paso, se lasti­ma los pies, se hiere y sangra. No las puede sortear haciendo un rodeo por las lomas onduladas. Quiéralo o no, las piedras están ahí, esperándole. ¿Qué hacer, pues, con ellas?
    El avión llega con mucho retraso. La reunión con­cluyó en un clima muy tenso. El granizo arrasó con los trigales. El jefe quedó muy ofendido. Se nos reventó un neumático. La conferencia se alarga demasiado. El locutor tiene una voz desagradable. El tráfico está atas­cado. ¡Qué tipo tan antipático! Hay una larga fila de espera. Los vecinos han sufrido un asalto armado. Han puesto una música estridente. No nos fue bien en los exámenes. Nuestro equipo perdió. Tenemos que cam­biar de casa. La inflación se ha disparado. Ha habido un terrible accidente aéreo. La tasa de crecimiento ha descendido. Las heladas amenazan la cosecha de este año. Los padres se han separado. En el Oriente ha re­crudecido la guerra. Hemos perdido el pleito. En un accidente de carretera hubo tres muertos y cinco heri­dos. A mamá le han dado tres meses de vida. Las inun­daciones han devastado el poblado. Al hermano le han hipotecado la casa. Según todos los indicios, se trata de un carcinoma...
            He aquí las piedras en el camino.
            Metidos en esta pira roja, cercados por todas partes, y diariamente, por las llamas hambrientas, ¿cómo mantener los nervios en calma? ¿Cómo no sucumbir a este asedio pertinaz? ¿ Cómo evitar ser devorados por la an­gustia? ¿Cómo salvamos de la muerte cotidiana? ¿Cómo transformar las piedras en amigas o hermanas?

* * *

            La regla de oro es ésta: dejar que las cosas sean lo que son. Una vez que he llegado a la conclusión de que no hay nada que hacer por mi parte, y que los hechos se harán porfiadamente presentes a mi lado, sin mi consentimiento, la razón aconseja aceptarlo todo con calma, casi con dulzura.
            Aceptar significa admitir, sin irritación, que el otro sea tal como es, que las cosas sean como son. Utiliza­mos indistintamente ambos verbos: aceptar y dejar; y, si bien es verdad que aceptar tiene un tono más bien activo, y dejar más bien pasivo, en el fondo, ambos hacen referencia a la misma actitud.

    No te dejes acribillar por las saetas que te llueven desde todas partes. Más bien, suelta los nervios, con­centra serenamente tu atención en cada suceso que se hace presente a tu lado, y, en lugar de irritarte, deja tranquila y conscientemente —casi cariñosamente— que cada cosa, una por una, sea.
    No maltrates a las piedras que encuentres en tu ca­mino. No las resistas. No te enojes con ellas ni las trates a puntapiés. Sólo tú sufres con eso. No transfie­ras cargas emocionales agresivas a todo lo que te suce­de; el blanco de tales furias eres tú mismo, sólo tú.
    Sé delicado con las piedras. Acéptalas tal como son. Tus cóleras no las pueden atemperar. Sé cariñoso y dulce con ellas; ésa es la única manera de que ellas no te hieran. Y si no puedes asumirlas, si no las puedes cargar a hombros con ternura y llevarlas a cuestas, al menos déjalas atrás, sobre el camino, como amigas.
    He aquí la piedra filosofal para transformar los ene­migos en amigos y disecar innumerables manantiales de sufrimiento.

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