sábado, 10 de noviembre de 2012

La hermana muerte


El hombre, con su furiosa resistencia mental, ha transformado la muerte en la emperatriz de la tierra y señora del universo. Ninguna realidad encuentra tanta oposición como ella, y por eso es la enemiga por anto­nomasia del hombre y de la humanidad. Y crece en la medida en que se la rechaza.
            No obstante, no es ninguna realidad. Es, simplemen­te, un concepto subjetivo y relativo; y, por cierto, el peor aborto de la mente.
    A este simple hecho o idea de cesar, el hombre lo reviste con colores rojos y perfiles amenazantes; cuanto más piensa en ella, más la teme, y cuanto más la teme, más la engrandece, hasta transformarla en espectro y maldición, abismo y vértigo alucinante.
            Nace el hombre; a poco, abre los ojos, y allá, a lo lejos, divisa aquella puerta entreabierta que un día ten­drá que transponer; y este pensamiento hace que su vi­vir sea un morir, porque aquel abismo lo seduce y ate­rra al mismo tiempo.
            Es necesario despertar y tomar conciencia de que el mismo hombre, y sólo él, es quien engendra este fantasma.

* * *

            Una golondrina no muere; simplemente se extingue, como una vela. Otro tanto sucede con animales considerablemente agresivos, como un tiburón, un rinoce­ronte o un toro. El más temible de los felinos es el leopardo. Cuando este felino es acorralado y atacado, al instante pone en juego su acometividad mortal.
            Pero cuando la muerte pone en jaque al leopardo a través del torrente vital, el félino no resiste ni contra-ataca; humildemente se retira a un rincón de la selva, se acuesta y se deja llevar por la muerte como un man­so corderito. No muere, porque no resiste; no hay ago­nía. Por muy leopardo que sea, también él se apaga como una humilde vela.
            El único ser de la creación que se hace problemas (¡y qué problemas!) con la muerte es el hombre: es en su mente —como dijimos— en donde a un simple con­cepto, la idea de acabar, la reviste con caracteres de maldición y estigma definitivos, y por eso se resiste a esa idea con uñas y dientes, transformando ese trance en el combate de los combates; precisamente, agonía significa, etimológicamente, lucha, el combare por antonomasia.

* * *

    La magnitud de la victoria de la muerte sobre el hombre está en proporción con la desesperación y acometividad con que el hombre la rechaza. El problema principal de la humanidad no es cómo eliminar a este supremo enemigo (lo que, por otra parte, es una ilu­sión, porque todo lo que comienza acaba), sino en cómo hacer para transformar a la muerte en una hermana, una amiga.
    Y nosotros ya sabemos qué hacer: hay que dejarse morir. Una vez que se ha hecho lo posible por esquivarla, pero “ella” ya está aquí golpeando la puerta, es preferible abrir voluntariamente la puerta, antes de que ella la derribe violentamente.
    Es necesario despertar y convencerse de que todo lo que nace muere; y que, llegada la hora, de nada sirve resistir. Repetimos: ¿qué diríamos de una persona que se da de cabeza contra una roca? La roca está ahí, inmóvil, inevitable. Déjala, y nada sucede. Pero es el hombre el que, en su insania, se da de golpes contra ella, estrellándose. La muerte está ahí, inexorable, como un acantilado. Pretender pulverizar el acantilado a golpes de martillo es una inmolación sin sentido.
    Después de que se ha hecho lo posible para sostener en alto la antorcha de la vida, llegada la hora, y cuando “ella” está ya a la puerta, es una locura oponerse al desenlace inevitable. En ese trance, la sabiduría acon­seja colgar la espada, soltar los remos, dejarse llevar.
    El hombre debe hacerse amigo de la muerte; es de­cir, debe hacerse a la idea, hacerse amigo de la idea de tener que acabar. Serenamente, sabiamente, humilde­mente debe aceptar acabarse: soltar las adherencias que, como gruesas maromas, lo amarraban a la orilla, y... dejarse llevar mar adentro.
    Todo está bien. Es bueno el duro invierno; luego vendrá la primavera. Después que yo acabe, otros comenzarán, así como muchos tuvieron que cesar para que yo comenzara. Las cosas son así, y es bueno que así sean, y hay que aceptarlas como son. Yo acabaré, otros me seguirán; y en su incesante ascensión, el hombre volará cada vez más alto y más lejos. Todo está bien.
            Esta es la victoria del hombre sobre la muerte. Y de esta manera hemos acabado transformando al peor enemigo en un amigo.

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