domingo, 11 de noviembre de 2012

Dispersión y desasosiego - I


La dispersión, en sí misma, no es un germen de su­frimiento; más bien es efecto de múltiples factores que en seguida estudiaremos; pero, de todas formas, conlle­va entre sus pliegues notables dosis de esa sensación desagradable que llamamos desasosiego; y éste transpo­ne con la mayor facilidad las fronteras de la angustia.
            La dispersión, en el sentido en el que la vamos a analizar aquí, se identifica, en cuanto al contenido y efectos, con el nerviosismo, entendiendo por nerviosis­mo una sobrecarga de energía neuroeléctrica en estado de descontrol.
            La dispersión es la enfermedad típica de la sociedad moderna, la sociedad tecnológica. No está tipificada en ningún cuadro clínico; pero, de hecho, viene a ser el subsuelo ideal en el que normalmente germinan y se alimentan la depresión y la obsesión y, sobre todo, la angustia.

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En definitiva, la dispersión es la desintegración de la unidad interior. Sentirse integrado interiormente equi­vale a gozo y fuerza. Una persona dividida, en cambio, experimenta desasosiego y debilidad.
El sujeto dispersivo, en lugar de sentirse unidad, se siente como un acervo de fragmentos de sí mismo, yuxtapuestos y sin coherencia, como si diferentes y contradictorias fuerzas clavaran sus garras en él y lo tironearan en direcciones contrarias: desafíos por este lado, amenazas por el otro; frustraciones por aquí, entusiasmos por allá. ¿Resultado? Un descoyuntamiento, una formidable descomposición interna que le hace sentirse al hombre abatido e infeliz; infeliz, porque se siente débil, y débil, porque se sabe incapaz de retener en sus manos las riendas de sus energías e impulsos.
            Es la dispersión, sobre todo cuando alcanza grados elevados, una de las sensaciones humanas más desapacibles, porque envuelve la vida toda con una vestidura tejida de malestar, nerviosismo e inseguridad, en que el vivir mismo es un desagrado.

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            Muchas veces se me presenta el hombre de hoy como una fortaleza asediada por tierra, mar y aire, con el agravante de tener encerrados y escondidos dentro de sus propios muros a numerosos enemigos.
            Las presiones provienen de todas partes y convergen certeramente en el corazón de la fortaleza; no raramen­te, el lugar de trabajo es un avispero de intrigas; con frecuencia, el hombre siente a su costado una despiada­da competencia profesional; muchas veces, las relacio­nes familiares son fuente de incomprensiones; y con cuánta frecuencia, ¡ ay!, el santuario del matrimonio se convierte en un cuadrilátero de combate y dolor; la sa­lud experimenta alternativas inquietantes; la conta­minación ambiental, el congestionamiento del tráfico, las multitudes hacinadas, las alteraciones atmosféricas, las irradiaciones telúricas, la granizada invisible de los rayos cósmicos... El sistema nervioso del pobre hombre recibe este asedio implacable y va debilitándose golpe a golpe, hasta acabar como un luchador vencido.
            Hay personalidades que, a causa de su sensibilidad, son más vulnerables; y estos hirientes estímulos pue­den causarles estragos, hasta el punto de acabar en la angustia vital.

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