lunes, 26 de noviembre de 2012

Constitución genética y personalidad - I


Entremos, pues, en la tierra sagrada de la objetivi­dad. Necesitamos declarar la guerra a los ensueños, desplumar las ilusiones, tomar con ambas manos la piedra dura y fría de la realidad y avanzar así hacia el reino de la sabiduría.
    En este capítulo estarnos tratando de descubrir las raíces del sufrimiento. Nuestro intento es eliminarlo, o al menos, mitigarlo. Para lograr este intento, digamos, para comenzar: busquemos la línea divisoria entre lo posible y lo imposible; lo posible, para enfrentarlo y superarlo; lo imposible, para dejarlo atrás.
            La personalidad es producto de dos factores: herencia y ambiente. Comencemos por el primero.
            Haciendo una inmersión en el misterio radical del hombre y su libertad, descendamos en las aguas pro­fundas hasta tocar el fondo del misterio: la composición bioquímica de la célula: analizaremos las últimas molé­culas llamadas genes, donde está “escrita” con caracte­res generales mi propia historia.
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            En la segunda mitad del siglo XX se han producido descubrimientos trascendentales en diversos campos de la ciencia. Pero hay un avance que supera a los demás, y es el de la biología molecular, o más concretamente, el descubrimiento del código genético, que, a la larga, superará en trascendencia al de la energía nuclear. La ciencia del futuro es, pues, efectivamente, la biología molecular, y el ascenso del hombre seguirá los rumbos que le marque la ingeniería e industria genéticas.
            Hace más de un siglo, experimentos hechos con gui­santes por Gregor Mendel lo llevaron a establecer una primera regla genética por la que atribuye a ambos progenitores igual participación en la determinación de los rasgos hereditarios. Los factores hereditarios fueron bautizados, a principios de este siglo, con el nombre de genes.
            A fines del siglo pasado, los científicos observaron en el microscopio que una célula, para poder dividirse (reproducirse), comenzaba a desplegar a uno y otro lado unos corpúsculos, a modo de filamentos, que más tarde recibirían el nombre de cromosomas.
    Por otra parte, en la misma época se logró aislar del núcleo de la célula un elemento que se llamó nucleína. De esta nucleína consiguieron los bioquímicos des­prender el ácido nucleico, un azúcar de cinco carbones, comprobándose que este azúcar tenía un oxígeno me­nos que la ribosa, y por eso se la llamó desoxirribosa. Y así, sin más, nos encontramos ante el ácido desoxirribo­nucleico, el famoso ADN, el cual viene a ser el portador del código genético.
            Un gen es un fragmento de ADN con “informa­ción”, es decir, con un manual de instrucciones para programar un organismo. Cada individuo tiene una pe­culiar organización proteínico-enzimática que, en for­ma de cable cifrado o de cerebro electrónico, anida en el interior del gen; y esa organización viene a ser la base de la constitución y desarrollo de las sustancias celula­res y glandulares, tejidos y órganos y, a través de todo esto, la base de las tendencias y rasgos fundamentales del individuo y, por ende, de su comportamiento.
            En suma, cada uno de los genes están, según se cree, en un orden estable y constante a lo largo de cada cro­mosoma, desencadenando procesos enzimáticos que conducen a la aparición de los caracteres hereditarios.
            En el núcleo de cada célula hay cuarenta y seis cro­mosomas; y no se sabe el número exacto de genes que hay en cada cromosoma; se estima que pueden variar entre diez mil y cien mil.

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