viernes, 19 de octubre de 2012

Salvarse a sí mismo - I


Ante todo, es necesario que el lector tome conciencia desde el primer momento de que siempre que utilizo la palabra “salvarse” no estoy haciendo referencia a la salvación cristiana; aquella que nos alcanzó Jesucristo, y que se consumará en la gloria eterna. Por el contra­rio, entendemos aquí la salvación en su acepción más popular y llana.
    Por de pronto, no se trata de salvar: esto es, una acción dinámica por la que alguien libra a otro de un peligro, como cuando un salvavidas salva a un náufra­go de una muerte segura. Hablamos de salvarse: es­fuerzo por el que uno mismo, con sus propios medios, se pone a salvo evitando caer en un peligro o saliendo de una situación mortal.
    Más concretamente, nos referimos a ciertas iniciati­vas que cualquier persona puede utilizar, a modo de autoterapias, para evitar o mitigar el sufrimiento. Ha­blamos, por ejemplo, de salvarse del miedo, salvarse de la tristeza, salvarse de la angustia, salvarse del vacío de la vida, salvarse del sufrimiento.., y salvarse a sí mismo.


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    No hay especialista que pueda salvarme con sus aná­lisis y recetas. La “salvación” es el arte de vivir, y el arte se aprende viviendo, y nadie puede vivir por mí o en lugar de mí. No hay profesional u orientador que sea capaz de infundir en el discípulo el coraje suficiente como para lanzarse por la pendiente de la salvación; es el mismo discípulo quien tiene que sacar desde su fon­do ancestral las energías elementales para atreverse a afrontar el misterio de la vida con todos sus desafíos, reclamos y amenazas.
    Es uno mismo quien puede y debe salvarse a sí mis­mo, para adquirir de esta manera la tranquilidad de la mente y el gozo de vivir. Para ello hay que comenzar por creer en uno mismo, y tomar conciencia de que todo ser humano es portador de inmensas capacidades que, normalmente, están dormidas en sus galerías interiores; capacidades por las que, una vez despiertas y sacadas a la luz, el hombre puede mucho más de lo que imagina. Dispone, además, de la maravilla de su men­te, grávida de fuerzas positivas a las que puede dar cur­so libre.
            Hay que comenzar, pues, por creer en uno mismo y en la propia capacidad de salvación.

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            Cuando decimos salvarse no nos estamos refiriendo a “enfermedades” o, más concretamente, a disfunciones mentales. En el caso de tales “enfermedades”, se trata, generalmente, de síntomas compulsivos u obsesivos por los que el “enfermo” no consigue funcionar en la sociedad como una persona normal.
            Estos “enfermos” quieren o quisieran encontrarse en un estado tal que no se sintieran más infelices de lo que puede sentirse cualquier persona normal; y eso signifi­ca curarse, para estos casos. Estas personas, sin embar­go, son una minoría en la sociedad —así como los en­fermos son excepción en el conjunto de la humani­dad—; necesitan atención profesional, y no nos referi­mos a ellas en la presente reflexión.
            Pero hay otras personas que funcionan socialmente bien mediante mecanismos de disimulo (los “enfer­mos” no consiguen disimular) o de sentido común, pero interiormente son tristeza y dolor. Estos no son “enfermos”, no tienen síntomas patológicos; pero su­fren una agonía mortal, y, con frecuencia, ni siquiera saben por qué.
    Sufren depresión, insomnio. Sacan a relucir sus problemas matrimoniales o profesionales. Pero no es ése su verdadero problema. Su problema es la sensa­ción que tienen de que la vida se les va sin haber vivi­do; de que se les están pasando los años y van a morir sin haber vivido. No les falta nada, y por tenerlo todo, hasta tienen buena salud, física y psíquica; pero están dominados por la sensación de que les falta todo.
            Sin poder explicárselo, se sienten asediados por el vacío. Si se les pregunta por la razón de su vivir, responderán que no la tienen, o que, al menos, no la en­cuentran. Perciben que sus energías, si no están muertas, están, cuando menos, aletargadas, casi atrofiadas. Por eso sienten una desazón general y un cansancio vital.

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