martes, 16 de octubre de 2012

La maldición de la mente - III


La razón lo obliga a caminar por los páramos infini­tos hacia metas inaccesibles. Se propone alcanzar una cumbre, y, arribado a la cima, divisa desde allí otra montaña más alta que lo reclama. Alcanzada esta se­gunda cumbre, distingue desde ella otra altura más eminente que, como una luz fatal, lo seduce irresisti­blemente. Alcanza también esta altura..., y así sucesi­vamente, su vida es un proyecto escalonado de cum­bres cada vez más elevadas y cada vez más lejanas, lo que acaba dejándolo perpetuamente desazonado e in­quieto.

            Condenado a caminar siempre, siempre más adelan­te, el hombre no puede detenerse, porque está someti­do a un imperativo categórico que no lo deja en paz, sino que lo impulsa hacia una odisea que nunca acaba­rá, en dirección de una Tierra Prometida a la que nun­ca llegará. El hombre es un arco en tensión destinado a alcanzar estrellas imposibles.

            Seducido por lo desconocido, irrumpe en las regio­nes ignotas para descifrar enigmas y llenar de respues­tas los espacios vacíos. Vive atormentado por anhelos anteriores que ni él mismo entiende y que, por otra parte, es incapaz de sosegar; que lo arrastran hacia lo infinito y lo absoluto, y le obligan a darse a sí mismo la razón de su existencia y a encontrar respuesta a todas las preguntas.
            Viene de un mundo unitario. Esta impronta original lo obliga a buscar unidad consigo mismo y con los de­más; pero, al mismo tiempo, se siente disociado por urgencias interiores y desafíos exteriores

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