lunes, 15 de octubre de 2012

La maldición de la mente - II


Al tomar conciencia de sí mismo, el hombre midió con precisión sus posibilidades y también sus impotencias. Y estas limitaciones se le transformaron en unos como muros estrechos de una cárcel, dentro de la que se sintió, y se sigue sintiendo, encerrado, sin posi­bilidad de evasión. ¿Cómo y en qué dirección salir? Y, por primera vez, el hombre se sintió desvalido e impotente.
            Sin que se le pidiera autorización, y sin desearlo, se vio empujado al mundo; y, de pronto, se encontró con un ser desconocido, él mismo, en un lugar y tiempo que no había escogido, con una existencia no solicitada y una personalidad no cincelada por él mismo; con miste­riosas dicotomías, que, como cuñas, lo dividen y desintegran, sin saber si es amasijo de piel, carne, huesos, nervios y músculos, o si, más allá de todo eso, su existencia tiene algún sentido.
            El hombre se miró y se encontró extraño a sí mismo, como si tuviera dos personalidades al mismo tiempo, un ser incomprendido e incomprensible para sí mismo. Un desconcierto, poblado de interrogantes, cubrió sus horizontes como una densa niebla. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Y sobre todo, ¿qué hacer conmigo mismo?
            Levantó sus ojos, y allá, a lo lejos, distinguió oscura­mente la roja puerta de la muerte. Se analizó a sí mis­mo y concluyó que era un ser nacido para morir. Cer­cado por sus cuatro costados, sitiado como una ciudad indefensa, asediado a diestra y siniestra por las fieras, ¿ cómo escapar? Y la angustia levantó su sombría cabe­za, cerrándole el paso; una angustia que fue atenazando sus huesos y sus entrañas. ¿En qué dirección huir? No podía regresar al paraíso de la etapa prehumana; esa retirada estaba clausurada. Y viendo cerradas todas las salidas de la ciudad, el hombre pensó y deseé por pri­mera vez la falsa salida de la muerte.

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