domingo, 14 de octubre de 2012

La maldición de la mente - I


Para entender el misterio doloroso del hombre nece­sitamos remontar las corrientes zoológicas y navegar contra corriente hasta las remotísimas y dilatadas lati­tudes prehumanas desde donde venimos.
            Luego de esta zambullida en los profundos mares prehumanos, y arribados a los ancestrales más primige­nios del hombre, nos encontramos con que los seres anteriores al hombre en la escala general de la vida, los animales, no se hacen problemas para vivir; al contra­rio, todos sus problemas los encuentran resueltos. Es­tos seres prehumanos están dotados de mecanismos instintivos mediante los cuales solucionan automática­mente —casi mecánicamente— sus necesidades ele­mentales. Por eso no sufren de preocupación ni de ansiedad.
            Un halcón, un reptil, un antílope o un crustáceo vi­ven sumergidos, como en un mar, en el seno gozoso y armonioso de la creación universal. Este seno sin con­tornos es un inmenso hogar en el que los seres prehumanos viven “cálida” y deleitosamente, y en plena ar­monía, generada por ese haz de energías instintivas que, como un misterioso entresijo, recorre y unifica a todos y cada uno de los seres de la escala zoológica.
            Viven, pues, en una especie de unidad vital con to­dos los demás seres. No saben de aburrimiento ni de insatisfacción. No tienen problemas, repetimos. No pueden ser más felices de lo que son. Se sienten plenamente realizados. Esta “felicidad” la viven sensorialmente, aunque, como es obvio, no conscientemente.
            Así vivía también el hombre en las primeras etapas de su evolución.
            Pero en una de esas etapas aquella criatura que hoy llamamos hombre tomó conciencia de sí mismo: supo que sabía, supo quién era. Esta emergencia de la con­ciencia resultó para el hombre una contingencia de asombrosas, por no decir infinitas, posibilidades; cero, al mismo tiempo, una desventura con características casi de catástrofe.
            Sintió que se le rompían las ataduras instintivas que lo ligaban al “paraíso” de aquel hogar feliz. Comenzó a experimentar la típica soledad de un exiliado, de alguien que ha sido expulsado de una venturosa “patria”. Se sintió solitario, porque comenzó a percibir que ahora era él mismo, diferente de los demás y separado de todos; que ya no estaba integrado unitariamente en el inmenso panteón de la creación, y que ya no era parte de aquella entraña tejida con todos los demás se­res, sino que estaba aparte. Y, por primera vez, sintió tristeza y soledad.
            Despertó de la larga y dulce noche prehumana; y, al despertar y tomar conciencia de sí mismo, la vida mis­ma se le tomó en un enorme y aplastante problema: tenía que aprender a vivir.
            Antes la vida se le daba hecha, espontánea y delicio­samente; ahora tendría que aprender a dar los prime­ros pasos con trabajo y fatiga. Antes el vivir era un hecho consumado; ahora un arte. Antes, una delicia; ahora, un desafío: todo lo tendría que improvisar, con sus correspondientes riesgos. De ahora en adelante, el interrogante será su pan y la incertidumbre su at­mósfera.
            Esté despertar de la conciencia fue equivalente, en exacto paralelismo, al drama de un nacimiento: en el seno materno, la criatura todo lo tenía asegurado: res­piraba y se alimentaba de la madre a través del cordón umbilical, sin esfuerzo alguno. Vivía en unidad perfec­ta con la madre, en una simbiosis plenamente gozosa, sin riesgos ni problemas. Sale a la luz, y todo son pro­blemas: tiene que comenzar a respirar, a alimentarse trabajosamente; y, a lo largo de los años y hasta la muerte, su existencia será un incesante aprender a vivir.
Esto mismo sucedió con el “nacimiento” del hombre en el proceso evolutivo

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