viernes, 12 de octubre de 2012

Dispersión y desasosiego - II


En épocas pretéritas, cuando todavía no existían los modernos medios de comunicación, el entorno vital del hombre se circunscribía al vecindario, aldea o pequeña ciudad. Hoy su entorno es planetario; tragedias acaecidas en el otro hemisferio, los flashes de la televisión nos las hacen presentes a los cinco minutos con imágenes vivas, a veces hasta espeluznantes.
    Los persistentes y violentos impactos debilitan los nervios, perturban el sueño, arruinan la digestión in­testinal y aumentan las palpitaciones cardíacas. Cuando los impactos son todavía más violentos, como un acci­dente mortal, el despido del empleo, el divorcio matri­monial, se produce una compleja cadena de procesos bioquímicos, y puede darse una profunda alteración de las funciones más vitales del organismo. El hipotálamo pone en movilización el sistema nervioso autónomo. La glándula adrenal segrega adrenalina y la vuelca en el torrente circulatorio. Se eleva la presión arterial. La respiración se hace más rápida y agitada. Pueden manifestarse agudas cefaleas o los primeros síntomas de una seria depresión.
    Hasta ahora hemos visto que los dardos envenena­dos provenían de las antenas exteriores.
    Pero los agentes pueden estar también agazapados entre los muros de la misma fortaleza. En tal caso, normalmente se imbrican en un solo haz los factores exte­riores e interiores, hasta formar un nuevo y fatal círculo vicioso: los golpes exteriores provocan alta tensión interior, la cual, a su vez, desarticula la integridad psíquica, con lo que la tesitura interior se va haciendo cada vez más vulnerable. Y en estas condiciones, los impactos exteriores pueden causar heridas verdadera­mente letales.

Por dentro, el hombre es un océano en perpetuo mo­vimiento. Arrastra consigo un tumulto de vivencias contradictorias: esperanzas y desconsuelos, euforias y frustraciones. Las preocupaciones lo inquietan; las an­siedades se asemejan a la agitación de un mar de fondo. Los fracasos lo dejan marcado, herido, amargado. Tie­ne por delante importantes proyectos, que a un mismo tiempo lo seducen y perturban. Ciertos resentimientos y presentimientos se le fijan vivamente en el alma, como garras clavadas en la carne.
            Esta enorme carga vital cae sin piedad sobre el hom­bre, avasallando su unidad interior, hasta despedazarla, lo mismo que una pesada piedra al caer sobre un vi­drio. Su cabeza se asemeja a un manicomio. No sólo hay desorden, sino, sobre todo, falta de control. Cuan­to más dividida y fragmentada está el alma, tanto más difícil es entrelazar, cohesionar y coordinar las diferen­tes partes.
            Además, el hombre (“ese desconocido”) es una com­plejísima red de motivaciones, compulsiones e instin­tos, que hunden sus raíces en las más arcanas profun­didades. La conciencia, respecto del inconsciente, es como un fósforo encendido en el seno de una oscura noche.
            En medio de este insondable universo, el hombre, en cuanto conciencia libre, se siente zarandeado, sacudido, amenazado por un escuadrón compulsivo de fuerzas, sin saber exactamente de dónde provienen o a dónde lo llevan. Estos enemigos interiores, probablemente los más temibles, agreden desde dentro y golpean el en­tramado unitario de la personalidad hasta reducirla a pedazos. Es la dispersión.
            La persona afectada por ella es como un ejército en el que el comandante en jefe ya no tiene autoridad so­bre sus soldados; éstos hacen lo que quieren. Y un ejército sin autoridad ya está derrotado. Un hombre dividido y desintegrado interiormente, sin poder ni autoridad sobre sus facultades, ya declaradas en rebel­día, deja el paso libre a enemigos más temibles.
    Una persona así no puede sentirse cómoda en la vida, no tiene la sensación de bienestar, sino que, por el contrario, se siente muy a disgusto, incómoda, inva­dida por aquella típica desgana de vivir.
            He ahí la dispersión.

* * *

            ¿Qué hacer?
            Hay quienes son constitutivamente nerviosos, dis­persivos. Estos pueden mejorar. Los otros, los normal­mente nerviosos, pueden sanarse por completo.
            Una vez más, repetimos las mismas consignas: no hay recetas automáticas; el trabajo será prolongado, lento; no hay que asustarse de los altibajos, que pronto se manifestarán; hay que ser muy pacientes y constantes en la ejercitación.
            Todos los elementos que aportaremos en el capítu­lo III servirán de ayuda. Pero los ejercicios específicos contra la dispersión son los siguientes: la relajación, la concentración, el silenciamiento.
            Vale la pena someterse a una paciente autoterapia. Se trata de recuperar la unidad interior, la sensación de bienestar y el poder sobre sí mismo. Todo esto, a su vez, equivale a cerrar las puertas a las angustias, las obsesiones y depresiones.

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